jueves, 2 de octubre de 2014

Sombras en el Océano - Parte 2



Cuando el último de los marineros hubo salido, el Doctor les siguió sin dejar de echar pequeños vistazos a sus espaldas, asegurándose de que ninguna sombra acechara de forma extraña. Atravesaron las bodegas, dejaron atrás cañones, barriles de pólvora, avena, patatas y carne en salazón, y subieron a la cubierta donde el sol empezaba a hacer acto de presencia. A esas horas de la mañana su brillo aun era de un anaranjado mortecino, pero lo suficientemente fuerte como para iluminar toda la superficie. 


         —Repartíos de forma que ninguno pise la sombra del otro —ordenó el Doctor y los fue colocando uno a uno, como niños en fila a la entrada del colegio— Así, muy bien. Ahora estad atentos —gesticuló aun con el Destornillador en la mano—, si veis algo, cualquier cosa que se mueva y no debiera hacerlo, avisadme.

         —Pero, ¿cómo ha pasado esto? ¿Qué clase de criatura podría hacer algo así? —preguntó Ratón aun con la mirada perdida, recordando la escena que acababan de presenciar. El galifreyan lo miró fijamente a los ojos.

         —Eh, vamos —susurró—, pensaba que eras un hombre de mundo —se irguió y observó a la tripulación. Hombres fornidos, gordos, delgaduchos, viejos y jóvenes, una amalgama de individuos heterogénea, pero todos ellos curtidos en el mar, azotados por los vientos fríos y la sal, de manos grandes y callosas fruto de los miles de cabos que habían trabajado y los cientos de sables que habían esgrimido contra sus enemigos. Ahora, sin embargo, permanecían inmóviles, asustados como niños que acabaran e tener un terrible sueño—. ¡Sois piratas, por todos los santos! El terror del mar, la pesadilla de la marina inglesa. No hay barco en los siete mares que vea vuestra bandera y no sienta el miedo en los huesos, ice la mayor y huya con el rabo entre las piernas ¡Sois el terror!

         —¡Sí! —gritó uno.

         —¡Somos piratas! —replicó otro más allá.

       —Sí, sois piratas —prosiguió el Doctor—, vosotros no le tenéis miedo a nada…

         —¡No, a nada! —contestó Billy Encías.

         —… y menos a vuestra propia sombra. Demostrémosle a ese demonio de lo que somos capaces, demostrémosle quien controla esta nave. ¡No podrá con nosotros!

         —¡No!

         —¡Saldremos victoriosos…! —pero el Doctor no pudo terminar la frase.

         —¡No está el capitán! —alertó alguien desde el camarote— Solo quedan sus ropajes desparramados por toda la habitación —el marinero se percató de la sombra que proyectaba la puerta y dio un respingo hacia atrás—. Tenemos que salir de aquí.

         —¿Y el resto de la tripulación? —preguntó Tom el Cayos abriendo mucho los ojos y mirando hacia la popa de aquel buque de guerra— Ni Harry el Zorro, ni Phil el Cigüeña, ¿quién está al timón?

         —Nadie —replicó el Doctor, advirtiendo en ese preciso instante la situación—, no hay nadie al mando. Estamos solos —agudizó el oído, olisqueó y saboreó el aire a su alrededor—. Están todos muertos. El Vastha Nerada ha aprovechado la noche para deshacerse de todo aquel que tuviera poder en este navío —miró a su alrededor, observando el paisaje, escaneándolo en busca de alguna señal del enjambre— Listos, muy, muy listos.

         —Pero mientras estemos a plena luz no nos podrán atacar, ¿verdad? —preguntó Ratón, que miraba desde abajo con el rostro descompuesto.

—Lo siento, pero no son una sombra real, solo lo parecen. Ahora mismo podrían estar en cualquier parte, acechando, reorganizándose. Pero… ohhh —se tocó la sien con el dedo índice—, en pequeñas proporciones no pueden hacernos daño, necesitan ser un enjambre, millones de diminutas bacterias inteligentes, y entonces, oh, sí, y entonces se les verá, quedarán al descubierto, expuestos, y estaremos preparados.

Formaron un círculo de fuego con cabos empapados en aceite y lo extendieron alrededor del grupo de marineros que aun permanecía con vida. Para evitar que la embarcación se incendiara utilizaron los jirones de las viejas velas sumergidas en agua de mar, creado dos círculos más a modo de corta fuegos, uno interior y otro exterior. De esta forma, cuando las llamas se extendieron al suelo de madera, no pudieron avanzar más allá de la barrera que habían creado.

—El fuego los ralentizará y los hará más débiles —aseguró el Doctor.

El sol ya estaba alto y el calor comenzaba a apretar en cubierta, pero nadie de la tripulación se atrevía a abandonar el círculo para ir en busca de un poco de agua a las bodegas. Apenas corría una leve brisa del norte que refrescaba a ráfagas el caldeado ambiente y hacía danzar las llamas arriba y abajo.

—¿Cómo es que sabes tanto de esos seres, John? —preguntó Ratón, sentado a apenas unos centímetros de él.

—Sí —añadió Billy—, ¿quién eres realmente?

El Doctor sonrió.

—Si os lo dijera no me creeríais. Pero lo único importante ahora es que me he enfrentado a esta plaga antes y lo que perdí… —hizo una pausa y los ojos se le humedecieron— lo que perdí fue demasiado.

—¿Sabías que esas cosas estaban a bordo? —preguntó Tom, malhumorado.

—Sí, no, bueno, tenía una ligera sospecha. Le seguía el rastro a una colonia muy específica y los indicios me llevaron hasta este viejo cascarón. Probablemente las madera de este velero haya salido de los bosques donde ellos habitaban y ahora se sienten amenazados. Se habrán reproducido en gran número entre estos tablones —dio un golpecito en el suelo.

—Y no dijiste nada, ibas a permitir que todos muriéramos.

—No, no, no iba a permitir que eso pasara, sólo necesitaba estudiarlos, aprender de ellos —el Doctor miró hacia los marineros que empezaban tensarse por momentos—. Los he perseguido durante muchos, muchos años, necesito saber cómo vencerles. Aun hay esperanza.

—Esperanzas, ¿para quién? ¿Para nosotros? ¿Para ti? —Billy Encías se puso en pié, con los puños cerrados y los brazos rígidos. Allí, erguido en mitad del círculo, parecía un resorte a punto de estallar.

—¡Para River! Para todos los que murieron en esa biblioteca.

Todos se quedaron unos segundos en el más absoluto silencio, sin entender que estaba ocurriendo.

—¿Todo esto es por una mujer? —uno de los marineros se puso en pié y desenvainó una daga que guardaba en uno de sus costados. El grupo estaba inquieto y el Doctor tragó saliva.

—Dime una cosa, John —las palabras de Tom se deslizaron como un susurro amenazador— ¿Puedes sacarnos de aquí, sí o no?

—Sí, puedo salvaros a todos.

—¿Y puedes hacerlo ahora mismo?

—No sin perder a alguien—respondió—. Tendríamos que atravesar las bodegas y llegar hasta la santabárbara de la nave, y eso significaría exponernos a cualquier cosa —el Doctor se inclinó hacia la tripulación con los brazos extendidos—. Aguardad solo un poco más, ganemos tiempo.

—Tiempo, ¿para qué? Moriremos igualmente si esperamos a que nos alcancen esos… bichos —Tom cada vez parecía más irritado—. Tú nos has traído la muerte, Smith, y contigo se acabará. ¿Quién nos puede asegurar que no eres un asesino, eh? ¿Y si todo esto es cosa tuya?

—No chicos, esperad, puedo sacaros de aquí, solo necesito entender cuáles son sus puntos débiles para poder derrotarles y entonces, y entonces podré salvaros a todos. Os llevaré hasta vuestros hogares, lejos de toda esta pesadilla. Os lo prometo.

—¿Quien te crees que eres? Salvarnos a todos, dice —Billy escupió al suelo y la mucosidad se deslizó lentamente a través de los listones de madera.

—Un momento… —dijo el Doctor.

—No eres más que un hombre, como todos nosotros —prosiguió el marinero—, y sin embargo nos miras con esa superioridad tuya. Te hemos aguantado durante más de dos meses, tu cháchara, tu estúpida forma de hablar, tus afeminados aleteos con las manos, me das dolor de cabeza.

—¿Por qué la cubierta no está alquitranada? —continuó el Doctor que parecía ajeno a las palabras de Tom— Oh, no. No, no, no, no, tenemos que salir del círculo. ¡Tenemos que abandonar la cubierta!

—Tú vas a abandonar este mundo, eso no lo dudes —el marinero que esgrimía el cuchillo se inclinó hacia delante, empuñando fuertemente el arma con su mano derecha, preparado para asestar una estocada, pero algo le detuvo.

—Oh, Dios —se escuchó tras el Doctor—. No, yo no, no puedo ser yo. No, por favor, ayúdame —tendió la mano hacia el galifreyan.

Una sombra se deslizaba entre los tablones, subiendo y reptando hasta Ratón, rodeándolo por completo y ascendiendo por sus piernas, lentamente. Todos dieron un paso atrás y la daga que antes conformaba una amenaza cayó al suelo con un sonido seco, amortiguado por la madera.

—Dijiste que aquí dentro estaríamos a salvo —le reprochó Ratón.

—El alquitrán ha desaparecido, se han colado por entre los listones de madera hasta llegar aquí.

—Eres un mentiroso, un charlatán —le espetó Billy y el enjuto tripulante cerró los ojos mientras la sombra empezaba a cubrirle por completo el torso.

—No quiero morir, así no.

—No lo queréis a él —se dirigió el Doctor hacia el enjambre—, está escuálido, enfermo, no tiene buen sabor. Venid a mí, comedme. Dos corazones, un cerebro grande y sabroso, y mi sangre… ooohhh, mi sangre. ADN moldeado durante miles de años a través del vórtice temporal, seguro que nunca habréis probado algo así.

—¿Qué haces? —preguntó Billy— Estás loco.

—Sí, bueno, te sorprendería las veces que me lo han comentado. Salid de aquí, vamos. Bajad a la armería, dentro de la santabárbara encontraréis una cabina azul cubierta por una lona enorme —se sacó una llave del bolsillo—. No podréis pilotarla, pero al menos dentro estaréis a salvo.

—Gracias… —balbuceó el viejo Encías y extendió la mano.

—Una cosa más —advirtió—, ¡NO TOQUEIS NADA!

El enjambre empezó a abandonar a Ratón, primero los brazos, después los hombros, para continuar por dejarle libre el torso. Billy Encías cogió la llave y miró al Doctor sin terminar de comprender aquel acto.

—¡Corred!

La tripulación abandonó la cubierta y bajó rápidamente las escaleras que los separaba de la bodega. Allí arriba, con el Sol en su cenit, solo quedaron Ratón y el viejo Señor del Tiempo, mirándose fijamente a los ojos mientras el Vastha Nerada hacía su elección.

—Vete, Smith, no seas estúpido. No tenemos porque morir los dos —Ratón intentaba hacerse el valiente, pero en su expresión se podían distinguir los rasgos de más absoluto pavor.

—No pienso dejarte sólo, amigo mío.

—¿Somos amigos? —el marinero parecía incrédulo, consternado por aquella afirmación.

La sombra descendió por sus muslos, agitando la ropa en pequeñas sacudidas casi imperceptibles y dejó a tras las rodillas mientras su parte más alejada se arrastraba ya por los listones de madera que conformaban la cubierta de aquel gran velero hacia  el Doctor.

—Ya casi… escucha, en cuanto quedes libre, corre todo lo que puedas tras los demás. No mires atrás, no me esperes, no te detengas en ningún momento. Ya te tomarás luego un trago de ron, yo te invito, el mejor que hayas tomado en tu vida, te lo prometo. Entra rápidamente en la cabina azul y, esto es muy importante, de lo que te voy a decir dependen todas nuestras vidas,… —el enjambre abandonó por completo a aquel hombrecillo retorcido y reptó rápidamente hacia el galifreyan— grita, grita los más alto que puedas.

—¿Que grite? —Ratón no comprendía nada.

—Grita, en cuanto abras la puerta y antes de entrar —el Doctor sacó su destornillador sónico de uno de sus bolsillos, lo blandió como si de un arma se tratara y guiñó un ojo. Después, apuntó con él a la sombra y lo accionó. El enjambre se detuvo de inmediato—. Ahora corre, rápido.

El hombrecillo salió corriendo a toda velocidad haciendo honor a su apodo y bajó de un salto las escaleras que lo separaban del interior del buque. Allí fuera, mientras tanto, el viejo viajero del tiempo luchaba por mantener a aquellos seres bajo control, atrapados en una onda sónica que les impedía seguir avanzando.

—¡Aja! Quizás no pueda deshacer el enjambre, pero en vuestra propia fortaleza está vuestra debilidad. Puedo manteneros encerrados en el interior de una onda sónica durante todo el tiempo que quiera, y, creeme puedo aguantar todo el día —la sombra se retorcía y mutaba su forma intentando liberarse de su prisión invisible, pero el Doctor seguía empujando con el Destornillador, haciéndolos retroceder—. Dentro de muchos años, en el futuro, una colonia como la vuestra provocará la pérdida de alguien muy preciado para mí y tengo que entender, ¡odio no saber! Tengo que conocer vuestras debilidades, encontrar vuestras flaquezas, porque todavía, aun habiéndola visto morir, no me resigno a que lo haga —el Doctor se dio cuenta en ese momento de su terquedad, pero el dolor era mucho mayor de lo que su razón podía soportar—. Y para eso os he perseguido desde que os establecisteis en este planeta, desde el cretácico, a través del tiempo y el espacio. He observado como os multiplicabais y os extendíais hasta llegar a todos los rincones del planeta. He visto vuestros miedos y e revisitado los míos, porque lo único que quiero es salvarla.

Desde las entrañas de la nave se escuchó un grito tan potente que hizo tambalearse al propio Señor del Tiempo.

—¿Oyes eso? —continuó— Es el sonido de la caballería —el Doctor dio un salto fuera del circulo de fuego—, el sonido de la libertad. Es la hora de despedirnos. Nos volveremos a ver.

Apuntó el Destornillador hacia la santabárbara y lo accionó. La sombra se liberó con un quejido y se sacudió aturdida mientras el inconfundible ruido que producía la Tardis al materializarse invadía la atmosfera. El enjambre se irguió adoptando una figura humanoide y los quejidos se hicieron cada vez más agudos hasta convertirse en apenas audible, como un silbato canino. El Doctor se cubrió los oídos con los antebrazos intentando cuidarse del doloroso chillido y a continuación escaneó al Vastha Nerada en busca de una explicación para aquella reacción. En el aire enrarecido y cálido de aquella mañana se entremezclaron el lamento de la máquina del tiempo y el de aquellas pirañas del aire.

—¿Una honda de alta frecuencia modulable? —giró las manijas del instrumento y el sonido se transformó en palabras.

—…a salvo…. están… no —la señal iba y venía hasta que se estabilizó—… No están a salvo… no están a salvo… no están a salvo…

La vieja cabina azul se empezó a materializar alrededor del Doctor ocultando el silbido ensordecedor del enjambre y la señal del Destornillador se perdió. En la sala de control no había nadie, ni se escuchaba la respiración de una docena de humanos, ni se percibía el olor de sus sucios cuerpos mezclado con el salitre del mar.

—No —exclamó incrédulo aun sin poder aceptar que estaba pasando—. No, no, no… no puede ser —giró alrededor de la gran estancia buscando a los tripulantes del barco que se suponía debían estar a salvo en aquella fortaleza inexpugnable— ¡Chicos! Decidme que estáis escondidos, decidme que intentáis saquear mi nave… ¡Contestadme! —pero sólo sobrevino el silencio.

Miró hacia afuera, a través de la pantalla, y la sombra permanecía inmóvil, observando, si es que aquello era posible, como el Doctor se sumía en la desesperación. Casi podía escuchar sus risas, millones y millones de risitas malvadas y satisfechas. Después accionó una palanca y la TARDIS se traslado a su anterior posición, a la santabárbara del maltrecho buque de guerra, en busca de supervivientes. Pero allí, tendidas en la superficie de tablones y sobre los barriles de pólvora y cañones,  sólo quedaban los restos de sus ropas, las armas y nada más. En un extremo de la habitación, más alejada que ninguna, distinguió la pequeña daga de Ratón y su harapienta camisa deshilachada. Apenas había conseguido atravesar el umbral de la puerta le sorprendió la oscuridad. Y en el centro la llave, solitaria y brillante, perdida para siempre en las entrañas de aquel navío.

Una vez más, y cabizbajo, accionó la palanca de la consola de control tras trazar un nuevo rumbo y una nueva fecha. El crujido y el tambaleo de su propio navío a través del vórtice temporal no le reconfortaban como habitualmente lo hacía. Y el silencio que se hizo tras llegar a su destino sólo le hirió más aun dentro de sí. Había vivido muchos años, hacía tiempo que había sobrepasado el milenio, y había visto y hecho muchas cosas de las que se arrepentía. Pero en sus corazones aun no se resignaba a perder ni una sola vida, sentía sobre su espalda todo el peso de aquellos que habían caído a su alrededor y eso lo estaba arrastrando hacia el fondo. Recordó, sobretodo, a River. Aun podía ver sus ojos en aquella biblioteca, sus artimañas para salvarle a la vida, su última despedida. Imaginó el dolor que debió sentir cuando él mismo, demasiado joven, no fue capaz de reconocerla y comprendió que aquello, para su esposa, ya había sido como morir, el resto era puro trámite.

         —Aun me queda tu destornillador —pensó en voz alta y se sacó del bolsillo el aparato con las modificaciones que debía realizar en el futuro.

         Salió al exterior, era un jardín en un barrio residencial a las afueras de Londres. Amy lo estaba esperando apoyada en el marco de la puerta con una sonrisa traviesa.

—Pensé que ya no vendrías —dijo mientras se aproximaba con paso danzarín.

—Bueno, ya sabes, me he entretenido por ahí.

—¿Y esa ropa? ¿De qué vas, de vagabundo o algo así? Y, por dios, aféitate un poco y córtate el pelo, ¿Cuánto tiempo llevas fuera?

El Doctor le dio un abrazo con todas sus fuerzas y los ojos se le humedecieron recordando todas las pérdidas que había tenido que soportar en el pasado y aquellas que todavía le aguardaban en su futuro.

—Una larga historia —respondió—. Ahora necesito unas vacaciones, ¿qué te parece?

—¿He oído vacaciones? —preguntó Rory desde la cocina mientras se asomaba para ver que estaba ocurriendo— Me encantarían unas vacaciones, pero de las de verdad, nada de monstruos, ni cubos asesinos, ni restaurantes que resultan ser naves espaciales encubiertas.

—Sí, unas vacaciones tranquilas —coincidió Emy—. Quizás leer un libro, visitar una bonita ciudad…

El Doctor sonrió y dio un saltito hasta su cabina azul. La acarició buscando imperfecciones y frotó un poco el marco de la puerta, pensativo.

—¿Qué os parece Nueva York? El otoño en esa ciudad… oh, tenéis que ver Central Park en esa época del año. Es precioso.

FIN

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