Cuando
el último de los marineros hubo salido, el Doctor les siguió sin dejar de echar
pequeños vistazos a sus espaldas, asegurándose de que ninguna sombra acechara de
forma extraña. Atravesaron las bodegas, dejaron atrás cañones, barriles de
pólvora, avena, patatas y carne en salazón, y subieron a la cubierta donde el
sol empezaba a hacer acto de presencia. A esas horas de la mañana su brillo aun
era de un anaranjado mortecino, pero lo suficientemente fuerte como para
iluminar toda la superficie.
—Repartíos de forma que ninguno pise la
sombra del otro —ordenó el Doctor y los fue colocando uno a uno, como niños en
fila a la entrada del colegio— Así, muy bien. Ahora estad atentos —gesticuló
aun con el Destornillador en la mano—, si veis algo, cualquier cosa que se
mueva y no debiera hacerlo, avisadme.
—Pero, ¿cómo ha pasado esto? ¿Qué clase
de criatura podría hacer algo así? —preguntó Ratón aun con la mirada perdida,
recordando la escena que acababan de presenciar. El galifreyan lo miró
fijamente a los ojos.
—Eh, vamos —susurró—, pensaba que eras
un hombre de mundo —se irguió y observó a la tripulación. Hombres fornidos,
gordos, delgaduchos, viejos y jóvenes, una amalgama de individuos heterogénea,
pero todos ellos curtidos en el mar, azotados por los vientos fríos y la sal,
de manos grandes y callosas fruto de los miles de cabos que habían trabajado y
los cientos de sables que habían esgrimido contra sus enemigos. Ahora, sin
embargo, permanecían inmóviles, asustados como niños que acabaran e tener un
terrible sueño—. ¡Sois piratas, por todos los santos! El terror del mar, la
pesadilla de la marina inglesa. No hay barco en los siete mares que vea vuestra
bandera y no sienta el miedo en los huesos, ice la mayor y huya con el rabo
entre las piernas ¡Sois el terror!
—¡Sí! —gritó uno.
—¡Somos piratas! —replicó otro más
allá.
—Sí, sois piratas —prosiguió el Doctor—,
vosotros no le tenéis miedo a nada…
—¡No, a nada! —contestó Billy Encías.
—… y menos a vuestra propia sombra.
Demostrémosle a ese demonio de lo que somos capaces, demostrémosle quien
controla esta nave. ¡No podrá con nosotros!
—¡No!
—¡Saldremos victoriosos…! —pero el
Doctor no pudo terminar la frase.
—¡No está el capitán! —alertó alguien
desde el camarote— Solo quedan sus ropajes desparramados por toda la habitación
—el marinero se percató de la sombra que proyectaba la puerta y dio un respingo
hacia atrás—. Tenemos que salir de aquí.
—¿Y el resto de la tripulación?
—preguntó Tom el Cayos abriendo mucho los ojos y mirando hacia la popa de aquel
buque de guerra— Ni Harry el Zorro, ni Phil el Cigüeña, ¿quién está al timón?
—Nadie —replicó el Doctor, advirtiendo en
ese preciso instante la situación—, no hay nadie al mando. Estamos solos
—agudizó el oído, olisqueó y saboreó el aire a su alrededor—. Están todos
muertos. El Vastha Nerada ha aprovechado la noche para deshacerse de todo aquel
que tuviera poder en este navío —miró a su alrededor, observando el paisaje,
escaneándolo en busca de alguna señal del enjambre— Listos, muy, muy listos.
—Pero mientras estemos a plena luz no
nos podrán atacar, ¿verdad? —preguntó Ratón, que miraba desde abajo con el
rostro descompuesto.
—Lo siento, pero no son una sombra
real, solo lo parecen. Ahora mismo podrían estar en cualquier parte, acechando,
reorganizándose. Pero… ohhh —se tocó la sien con el dedo índice—, en pequeñas
proporciones no pueden hacernos daño, necesitan ser un enjambre, millones de
diminutas bacterias inteligentes, y entonces, oh, sí, y entonces se les verá,
quedarán al descubierto, expuestos, y estaremos preparados.
Formaron un círculo de fuego
con cabos empapados en aceite y lo extendieron alrededor del grupo de marineros
que aun permanecía con vida. Para evitar que la embarcación se incendiara
utilizaron los jirones de las viejas velas sumergidas en agua de mar, creado
dos círculos más a modo de corta fuegos, uno interior y otro exterior. De esta
forma, cuando las llamas se extendieron al suelo de madera, no pudieron avanzar
más allá de la barrera que habían creado.
—El fuego los ralentizará y los
hará más débiles —aseguró el Doctor.
El sol ya estaba alto y el
calor comenzaba a apretar en cubierta, pero nadie de la tripulación se atrevía
a abandonar el círculo para ir en busca de un poco de agua a las bodegas.
Apenas corría una leve brisa del norte que refrescaba a ráfagas el caldeado ambiente
y hacía danzar las llamas arriba y abajo.
—¿Cómo es que sabes tanto de
esos seres, John? —preguntó Ratón, sentado a apenas unos centímetros de él.
—Sí —añadió Billy—, ¿quién eres
realmente?
El Doctor sonrió.
—Si os lo dijera no me
creeríais. Pero lo único importante ahora es que me he enfrentado a esta plaga
antes y lo que perdí… —hizo una pausa y los ojos se le humedecieron— lo que
perdí fue demasiado.
—¿Sabías que esas cosas estaban
a bordo? —preguntó Tom, malhumorado.
—Sí, no, bueno, tenía una ligera
sospecha. Le seguía el rastro a una colonia muy específica y los indicios me
llevaron hasta este viejo cascarón. Probablemente las madera de este velero
haya salido de los bosques donde ellos habitaban y ahora se sienten amenazados.
Se habrán reproducido en gran número entre estos tablones —dio un golpecito en
el suelo.
—Y no dijiste nada, ibas a
permitir que todos muriéramos.
—No, no, no iba a permitir que
eso pasara, sólo necesitaba estudiarlos, aprender de ellos —el Doctor miró
hacia los marineros que empezaban tensarse por momentos—. Los he perseguido
durante muchos, muchos años, necesito saber cómo vencerles. Aun hay esperanza.
—Esperanzas, ¿para quién? ¿Para
nosotros? ¿Para ti? —Billy Encías se puso en pié, con los puños cerrados y los
brazos rígidos. Allí, erguido en mitad del círculo, parecía un resorte a punto
de estallar.
—¡Para River! Para todos los
que murieron en esa biblioteca.
Todos se quedaron unos segundos
en el más absoluto silencio, sin entender que estaba ocurriendo.
—¿Todo esto es por una mujer?
—uno de los marineros se puso en pié y desenvainó una daga que guardaba en uno
de sus costados. El grupo estaba inquieto y el Doctor tragó saliva.
—Dime una cosa, John —las
palabras de Tom se deslizaron como un susurro amenazador— ¿Puedes sacarnos de
aquí, sí o no?
—Sí, puedo salvaros a todos.
—¿Y puedes hacerlo ahora mismo?
—No sin perder a alguien—respondió—.
Tendríamos que atravesar las bodegas y llegar hasta la santabárbara de la nave,
y eso significaría exponernos a cualquier cosa —el Doctor se inclinó hacia la
tripulación con los brazos extendidos—. Aguardad solo un poco más, ganemos
tiempo.
—Tiempo, ¿para qué? Moriremos
igualmente si esperamos a que nos alcancen esos… bichos —Tom cada vez parecía
más irritado—. Tú nos has traído la muerte, Smith, y contigo se acabará. ¿Quién
nos puede asegurar que no eres un asesino, eh? ¿Y si todo esto es cosa tuya?
—No chicos, esperad, puedo
sacaros de aquí, solo necesito entender cuáles son sus puntos débiles para
poder derrotarles y entonces, y entonces podré salvaros a todos. Os llevaré
hasta vuestros hogares, lejos de toda esta pesadilla. Os lo prometo.
—¿Quien te crees que eres?
Salvarnos a todos, dice —Billy escupió al suelo y la mucosidad se deslizó
lentamente a través de los listones de madera.
—Un momento… —dijo el Doctor.
—No eres más que un hombre,
como todos nosotros —prosiguió el marinero—, y sin embargo nos miras con esa
superioridad tuya. Te hemos aguantado durante más de dos meses, tu cháchara, tu
estúpida forma de hablar, tus afeminados aleteos con las manos, me das dolor de
cabeza.
—¿Por qué la cubierta no está
alquitranada? —continuó el Doctor que parecía ajeno a las palabras de Tom— Oh,
no. No, no, no, no, tenemos que salir del círculo. ¡Tenemos que abandonar la
cubierta!
—Tú vas a abandonar este mundo,
eso no lo dudes —el marinero que esgrimía el cuchillo se inclinó hacia delante,
empuñando fuertemente el arma con su mano derecha, preparado para asestar una
estocada, pero algo le detuvo.
—Oh, Dios —se escuchó tras el
Doctor—. No, yo no, no puedo ser yo. No, por favor, ayúdame —tendió la mano
hacia el galifreyan.
Una sombra se deslizaba entre
los tablones, subiendo y reptando hasta Ratón, rodeándolo por completo y
ascendiendo por sus piernas, lentamente. Todos dieron un paso atrás y la daga que
antes conformaba una amenaza cayó al suelo con un sonido seco, amortiguado por
la madera.
—Dijiste que aquí dentro
estaríamos a salvo —le reprochó Ratón.
—El alquitrán ha desaparecido,
se han colado por entre los listones de madera hasta llegar aquí.
—Eres un mentiroso, un
charlatán —le espetó Billy y el enjuto tripulante cerró los ojos mientras la
sombra empezaba a cubrirle por completo el torso.
—No quiero morir, así no.
—No lo queréis a él —se dirigió
el Doctor hacia el enjambre—, está escuálido, enfermo, no tiene buen sabor.
Venid a mí, comedme. Dos corazones, un cerebro grande y sabroso, y mi sangre…
ooohhh, mi sangre. ADN moldeado durante miles de años a través del vórtice
temporal, seguro que nunca habréis probado algo así.
—¿Qué haces? —preguntó Billy—
Estás loco.
—Sí, bueno, te sorprendería las
veces que me lo han comentado. Salid de aquí, vamos. Bajad a la armería, dentro
de la santabárbara encontraréis una cabina azul cubierta por una lona enorme
—se sacó una llave del bolsillo—. No podréis pilotarla, pero al menos dentro
estaréis a salvo.
—Gracias… —balbuceó el viejo
Encías y extendió la mano.
—Una cosa más —advirtió—, ¡NO
TOQUEIS NADA!
El enjambre empezó a abandonar
a Ratón, primero los brazos, después los hombros, para continuar por dejarle
libre el torso. Billy Encías cogió la llave y miró al Doctor sin terminar de
comprender aquel acto.
—¡Corred!
La tripulación abandonó la
cubierta y bajó rápidamente las escaleras que los separaba de la bodega. Allí
arriba, con el Sol en su cenit, solo quedaron Ratón y el viejo Señor del
Tiempo, mirándose fijamente a los ojos mientras el Vastha Nerada hacía su
elección.
—Vete, Smith, no seas estúpido.
No tenemos porque morir los dos —Ratón intentaba hacerse el valiente, pero en su
expresión se podían distinguir los rasgos de más absoluto pavor.
—No pienso dejarte sólo, amigo
mío.
—¿Somos amigos? —el marinero
parecía incrédulo, consternado por aquella afirmación.
La sombra descendió por sus
muslos, agitando la ropa en pequeñas sacudidas casi imperceptibles y dejó a tras
las rodillas mientras su parte más alejada se arrastraba ya por los listones de
madera que conformaban la cubierta de aquel gran velero hacia el Doctor.
—Ya casi… escucha, en cuanto
quedes libre, corre todo lo que puedas tras los demás. No mires atrás, no me
esperes, no te detengas en ningún momento. Ya te tomarás luego un trago de ron,
yo te invito, el mejor que hayas tomado en tu vida, te lo prometo. Entra
rápidamente en la cabina azul y, esto es muy importante, de lo que te voy a
decir dependen todas nuestras vidas,… —el enjambre abandonó por completo a
aquel hombrecillo retorcido y reptó rápidamente hacia el galifreyan— grita,
grita los más alto que puedas.
—¿Que grite? —Ratón no
comprendía nada.
—Grita, en cuanto abras la
puerta y antes de entrar —el Doctor sacó su destornillador sónico de uno de sus
bolsillos, lo blandió como si de un arma se tratara y guiñó un ojo. Después,
apuntó con él a la sombra y lo accionó. El enjambre se detuvo de inmediato—.
Ahora corre, rápido.
El hombrecillo salió corriendo a
toda velocidad haciendo honor a su apodo y bajó de un salto las escaleras que
lo separaban del interior del buque. Allí fuera, mientras tanto, el viejo
viajero del tiempo luchaba por mantener a aquellos seres bajo control,
atrapados en una onda sónica que les impedía seguir avanzando.
—¡Aja! Quizás no pueda deshacer
el enjambre, pero en vuestra propia fortaleza está vuestra debilidad. Puedo
manteneros encerrados en el interior de una onda sónica durante todo el tiempo
que quiera, y, creeme puedo aguantar todo el día —la sombra se retorcía y mutaba su forma
intentando liberarse de su prisión invisible, pero el Doctor seguía empujando
con el Destornillador, haciéndolos retroceder—. Dentro de muchos años, en el futuro,
una colonia como la vuestra provocará la pérdida de alguien muy preciado para
mí y tengo que entender, ¡odio no saber! Tengo que conocer vuestras
debilidades, encontrar vuestras flaquezas, porque todavía, aun habiéndola visto
morir, no me resigno a que lo haga —el Doctor se dio cuenta en ese momento de
su terquedad, pero el dolor era mucho mayor de lo que su razón podía soportar—.
Y para eso os he perseguido desde que os establecisteis en este planeta, desde
el cretácico, a través del tiempo y el espacio. He observado como os
multiplicabais y os extendíais hasta llegar a todos los rincones del planeta.
He visto vuestros miedos y e revisitado los míos, porque lo único que quiero es
salvarla.
Desde las entrañas de la nave
se escuchó un grito tan potente que hizo tambalearse al propio Señor del
Tiempo.
—¿Oyes eso? —continuó— Es el
sonido de la caballería —el Doctor dio un salto fuera del circulo de fuego—, el
sonido de la libertad. Es la hora de despedirnos. Nos volveremos a ver.
Apuntó el Destornillador hacia
la santabárbara y lo accionó. La sombra se liberó con un quejido y se sacudió
aturdida mientras el inconfundible ruido que producía la Tardis al
materializarse invadía la atmosfera. El enjambre se irguió adoptando una figura
humanoide y los quejidos se hicieron cada vez más agudos hasta convertirse en
apenas audible, como un silbato canino. El Doctor se cubrió los oídos con los
antebrazos intentando cuidarse del doloroso chillido y a continuación escaneó
al Vastha Nerada en busca de una explicación para aquella reacción. En el aire
enrarecido y cálido de aquella mañana se entremezclaron el lamento de la máquina del
tiempo y el de aquellas pirañas del aire.
—¿Una honda de alta frecuencia
modulable? —giró las manijas del instrumento y el sonido se transformó en
palabras.
—…a salvo…. están… no —la señal
iba y venía hasta que se estabilizó—… No están a salvo… no están a salvo… no
están a salvo…
La vieja cabina azul se empezó
a materializar alrededor del Doctor ocultando el silbido ensordecedor del
enjambre y la señal del Destornillador se perdió. En la sala de control no
había nadie, ni se escuchaba la respiración de una docena de humanos, ni se
percibía el olor de sus sucios cuerpos mezclado con el salitre del mar.
—No —exclamó incrédulo aun sin
poder aceptar que estaba pasando—. No, no, no… no puede ser —giró alrededor de
la gran estancia buscando a los tripulantes del barco que se suponía debían
estar a salvo en aquella fortaleza inexpugnable— ¡Chicos! Decidme que estáis
escondidos, decidme que intentáis saquear mi nave… ¡Contestadme! —pero sólo
sobrevino el silencio.
Miró hacia afuera, a través de
la pantalla, y la sombra permanecía inmóvil, observando, si es que aquello era
posible, como el Doctor se sumía en la desesperación. Casi podía escuchar sus
risas, millones y millones de risitas malvadas y satisfechas. Después accionó
una palanca y la TARDIS se traslado a su anterior posición, a la santabárbara
del maltrecho buque de guerra, en busca de supervivientes. Pero allí, tendidas
en la superficie de tablones y sobre los barriles de pólvora y cañones, sólo quedaban los restos de sus ropas, las
armas y nada más. En un extremo de la habitación, más alejada que ninguna,
distinguió la pequeña daga de Ratón y su harapienta camisa deshilachada. Apenas
había conseguido atravesar el umbral de la puerta le sorprendió la oscuridad. Y
en el centro la llave, solitaria y brillante, perdida para siempre en las
entrañas de aquel navío.
Una vez más, y cabizbajo,
accionó la palanca de la consola de control tras trazar un nuevo rumbo y una
nueva fecha. El crujido y el tambaleo de su propio navío a través del vórtice temporal
no le reconfortaban como habitualmente lo hacía. Y el silencio que se hizo tras
llegar a su destino sólo le hirió más aun dentro de sí. Había vivido muchos
años, hacía tiempo que había sobrepasado el milenio, y había visto y hecho
muchas cosas de las que se arrepentía. Pero en sus corazones aun no se
resignaba a perder ni una sola vida, sentía sobre su espalda todo el peso de
aquellos que habían caído a su alrededor y eso lo estaba arrastrando hacia el
fondo. Recordó, sobretodo, a River. Aun podía ver sus ojos en aquella
biblioteca, sus artimañas para salvarle a la vida, su última despedida. Imaginó
el dolor que debió sentir cuando él mismo, demasiado joven, no fue capaz de
reconocerla y comprendió que aquello, para su esposa, ya había sido como morir,
el resto era puro trámite.
—Aun me queda tu destornillador —pensó
en voz alta y se sacó del bolsillo el aparato con las modificaciones que debía realizar
en el futuro.
Salió al exterior, era un jardín en un
barrio residencial a las afueras de Londres. Amy lo estaba esperando apoyada en
el marco de la puerta con una sonrisa traviesa.
—Pensé que ya no vendrías —dijo
mientras se aproximaba con paso danzarín.
—Bueno, ya sabes, me he
entretenido por ahí.
—¿Y esa ropa? ¿De qué vas, de
vagabundo o algo así? Y, por dios, aféitate un poco y córtate el pelo, ¿Cuánto
tiempo llevas fuera?
El Doctor le dio un abrazo con
todas sus fuerzas y los ojos se le humedecieron recordando todas las pérdidas
que había tenido que soportar en el pasado y aquellas que todavía le aguardaban
en su futuro.
—Una larga historia
—respondió—. Ahora necesito unas vacaciones, ¿qué te parece?
—¿He oído vacaciones? —preguntó
Rory desde la cocina mientras se asomaba para ver que estaba ocurriendo— Me
encantarían unas vacaciones, pero de las de verdad, nada de monstruos, ni cubos
asesinos, ni restaurantes que resultan ser naves espaciales encubiertas.
—Sí, unas vacaciones tranquilas
—coincidió Emy—. Quizás leer un libro, visitar una bonita ciudad…
El Doctor sonrió y dio un
saltito hasta su cabina azul. La acarició buscando imperfecciones y frotó un
poco el marco de la puerta, pensativo.
—¿Qué os parece Nueva York? El
otoño en esa ciudad… oh, tenéis que ver Central Park en esa época del año. Es
precioso.
FIN
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