El sonido del Destornillador, escaneando cada recoveco, rebotaba en el
estrecho corredor, incisivo y perturbador. Pero, con el conocimiento de donde
se encontraban realmente, la búsqueda se tornó más sencilla. Recorridos unos
pocos metros, encontraron una antigua estancia cuyo uso debía haber sido una
despensa o tal vez un almacén. A su alrededor cajas polvorientas de metal y
contenedores tan altos como un hombre se esparcían por el suelo de la
habitación. Más allá, una puerta averiada se abría y cerraba constantemente, cortocircuitando
con cada movimiento, aun, después de incontables años, funcionando a medias. La
siguiente habitación, tras atravesar otro largo corredor, era una biblioteca de
dimensiones titánicas. Los estantes se elevaban pisos y pisos sobre los tres viajeros
del tiempo, imponentes como pilares que sostuvieran el mismísimo cielo. Y a un
lado y a otro, no alcanzaba la vista el final de cada sección. Aquel sitio
parecía tener la extensión de una ciudad entera.
—Se parece a la tuya, ¿no crees?
Clara miró hacia arriba y a su alrededor y se sintió mareada, como si
girara sin control entre páginas y páginas que jamás podría leer aunque viviera
mil años. Todos parecían en buen estado pese al tiempo que debían haber estado
allí, abandonados. Solo una capa de polvo y mugre delataba la dejadez de la
vieja nave.
—Es mejor —respondió el Doctor. Uno de los tomos le llamó la atención,
un viejo libro forrado en cuero y con inscripciones en galifreyan que le
resultaba familiar—. Yo tengo uno igual. La misma edición, los mismos grabados,
exactamente igual —miró a sus compañeras y sonrió, apesadumbrado—. Todos lo
teníamos, al menos todos los que nos graduamos en la academia.
—¿Qué es? —preguntó Donna, poniendo la mano en el hombro de su amigo.
—La historia de Gallifrey, de los Señores del Tiempo, del futuro, del
pasado… —tuvo la tentación de abrir el tomo— cada graduado recibía un libro en
el que se recopilaba todo, y cuando digo todo es todo.
—Es grande, pero no creo que tanto…
—Tecnología de los Señores del Tiempo, más grande por dentro, Donna —se
tocó la nariz en un gesto que hacía no mucho había recordado—. No sólo está
toda la historia conocida, cada uno de nosotros debíamos continuar escribiendo
nuestra historia, la historia del universo, documentar cada uno de los rincones
de esta vasta extensión en la que vivimos. Aquí dentro están los conocimientos
acumulados por la tripulación de la nave durante sus viajes a través del tiempo
y el espacio.
—Pues ábrelo y averigüemos que les pasó.
—No puedo Donna, no debo. Piénsalo, no sé lo que puedo encontrar aquí.
¿Mi pasado, mi futuro, o tal vez, probablemente, no tenga nada que ver conmigo?
—¿Entonces?
—Aun así no puedo arriesgarme. Busquemos otros indicios.
Abandonaron la biblioteca. Donna no podía comprender a qué tanto temor, los
Señores del Tiempo habían desaparecido, destruidos en la última Guerra, todo lo
que aquel hombre del espacio podía encontrar en su interior era su pasado, o el
pasado de otros como él. La siguiente estancia parecía una habitación vacía,
con muchas luces a su alrededor. Tenía un aspecto parecido al de los
corredores, con las paredes grises del aspecto de la roca, y pequeñas
incrustaciones de cristales luminiscentes en el techo. Donna sintió entonces
como la estancia comenzaba a desvanecerse y un extraño eco le susurraba al
oído. Eran palabras que conocía o al menos le resultaban familiares. Recuerdos,
algunos de ellos olvidados, otros tan vividos como si estuvieran sucediendo en
aquel momento. Clara vio como se tambaleaba, apoyándose en las paredes hasta que
no pudo permanecer en píe por mucho más tiempo.
—¡Doctor!
—Donna, Donna, ¿estás bien?
—¿No lo escuchas? —preguntó— Es como si estuvieran delante de mí.
—Es la nave, es una TARDIS dañada derramando el pasado y el futuro a
nuestro alrededor.
«¡DUM, DUM! ¡DUM, DUM! ¡DUM,
DUM! —resonaron en su mente unos fuertes latidos»
—¿Qué son esos tambores? —Donna se
agarró fuertemente la cabeza, tenía la sensación de que le podía estallar en
cualquier momento— No, no son tambores —recordó—, son latidos, los latidos de
un corazón imposible.
«Las abejas están desapareciendo»
«¡Iba a quedarme contigo, para siempre!»
«No puedo volver, no me hagas volver»
«Quiero quedarme»
“Donna Noble, lo siento tanto, pero fueron los
mejores tiempos. Los mejores.”
Donna convulsionó y se combó hacia
atrás, como una rama al fuego. Tenía los ojos en blanco y las manos, rígidas,
se retorcían en extraños movimientos. Clara intentaba sostenerle la cabeza,
pero aquel ataque y las memorias que estaban despertando en ella, eran
imparables.
—Doctor, haz algo.
El Señor del Tiempo posó sus manos
sobre la cabeza de su pelirroja compañera, intentando bloquear los recuerdos más
peligrosos, contenerlos en una capa profunda del subconsciente para evitar que
aflorara la metacrisis que la estaba matando.
«Rose va a volver, ¿eso no es bueno?...»
—Vamos Donna, resiste.
Navegó a través de su memoria, visitó
cada momento de su vida, cada historia acontecida, cada victoria y cada
fracaso. Más allá de toda resistencia, sólo encontró un único deseo, una esperanza
enterrada bajo capas y capas de bloqueos psíquicos y dolor. Sólo quería volver.
Regresar con el Doctor, viajar a través de todo el tiempo y el espacio.
Encontrar su sitio.
En pocos segundos sus espasmos cesaron
y su mente se calmó. El Doctor había conseguido sepultar el fuego que la
consumía, pero no sabía por cuánto tiempo.
—¿Está bien? —preguntó Clara,
mordiéndose las uñas.
—No, no está bien. Jamás debí dejar que
viniera con nosotros.
—Vamos, no seas duro contigo mismo,
ella te lo pidió, un último adiós que al menos pudiera recordar. Bloqueaste lo
recuerdos que le podían hacer daño, dijiste que eso bastaría.
—Siempre y cuando nada los despertase
—el Doctór se puso en pié y miró a su alrededor—. Debemos salir de aquí, no
puedo poneros en peligro.
—Pero, ¿de quién es esta TARDIS? ¿No
quieres saberlo?
—Clara, nadie es tan importante como
para perderos. En cuanto Donna despierte nos iremos, regresaremos por donde
mismo vinimos y esperaremos en mi TARDIS hasta que esté lista para volver a
vuestra época.
Donna tardó unos minutos en reponerse,
al principio desorientada, enseguida pudo ponerse en pié, aunque tenía un
fuerte dolor de cabeza. No recordaba ninguna de las visiones que había tenido, enterradas
bajo capas y capas de bloqueos psíquicos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Me duele
mucho la cabeza…
—¿No lo recuerdas? —contestó el Doctor—
Te diste un fuerte golpe —mintió—, pero ya estás mejor. Ahora larguémonos de
aquí cuanto antes.
—Sí, de acuerdo, algo me dice que es lo
mejor —Donna tenía la extraña sensación de estar obviando algo y a la vez de
tener la absoluta certeza de que lo mejor era abandonar aquel extraño lugar.
Regresaron por el mismo camino, pero
tras la puerta por la que hacía unos minutos habían entrado ahora encontraron
un corredor, un largo pasillo con bifurcaciones a los lados, como un laberinto.
—¿Dónde está la biblioteca? —preguntó
Donna.
—No, no, no —el Doctor las miró de
reojo mientras se frotaba las manos pegadas al pecho. Su expresión delató que
algo malo estaba sucediendo—. Ya no está, la biblioteca, ahora estará cerca de
la cocina, o tal vez dentro de la piscina. Una vez la piscina estuvo dentro de
la biblioteca, en mi nave, y se podía caer en línea recta desde el exterior. A
River le encantaba.
—¡Doctor! —Donna puso los brazos en
jarra, enfurruñada.
—Es la TARDIS, nos está atrapando en un
laberinto de corredores y estancias sin salida.
—¿Se está defendiendo de nosotros?
Pero, ¿Por qué? —preguntó Clara.
—Está muriendo, abandonada y sola.
¿Quién sabe? Tal vez sólo quiera compañía.
Continuaron avanzando, zigzagueando a
través de todos los pasillos que veían, buscando algún espacio que les pudiera
resultar útil. Pero durante un buen rato lo único que veían eran el mismo
paisaje monótono, almacenes, despensas y corredores, infinitos corredores
imposibles. Hasta que al final, como si nada, llegaron a una sala de control.
Tenía un aspecto frío, desolado, sin apenas adornos, muy parecido a las
estancias que habían dejado atrás. Una luz tenue iluminaba la habitación. Los
mandos de la mesa de control eran parecidos pero completamente diferentes y el
pilar central, que normalmente subía y bajaba mientras la nave estaba en
funcionamiento, había desaparecido a favor de una esfera de cristal, más
discreta. Un extraño zumbido se filtraba a través de los mandos, como el
cortocircuitar de una conexión defectuosa, casi imperceptible.
—¿Ahora lo escucháis? —preguntó el
Doctor a sus compañeras.
—Sí —dijo Clara—, es como un lamento,
como si la TARDIS se quejara.
—Bueno, no me extraña —Donna pasó su
mano por la mesa de control, acariciando los mandos con suavidad. El Doctor la
miró de reojo—, la pobre, se cómo se debe sentir. Antes viajaba por todo el
tiempo y el espacio, surcando el vórtice temporal de mundo en mundo, salvando
vidas, explorando, combatiendo… y ahora, mírala, varada en un planeta extraño y
desolado, luchando por mantenerse viva hasta el fin de todo, olvidada.
«No es el fin…»
—¿Cómo has dicho, Doctor? —preguntó
Clara.
—No he dicho nada.
—Sí, acabas de decirlo, «no es el fin».
Lo he escuchado.
«Sólo es el eterno vagar a través de los mismos
caminos, repitiéndose una y otra vez, condenados a retornar infinitas veces y
existir más allá de la propia existencia.»
—Pero, si no eres tú… —Clara perdió el
equilibrio y se apoyó en una de las barandillas de la sala.
—Clara, Clara, ya has vivido esto
antes, son fugas de realidad. Tú más que nadie has pasado por cosas peores.
—Lo recuerdo todo, todas las vidas que
no he vivido, todos mis ecos a lo largo de tu línea temporal… y duele —cerró
los puños con fuerza.
—¿Toda tu línea temporal, a qué se
refiere? —preguntó Donna.
—Esto ya no son sólo fugas de realidad
—sentenció el Doctor—, es algo más. No son tus vidas, clara, esos recuerdos
sólo son proyecciones, no son tuyos.
—El zumbido… ese zumbido…
El Doctor cogió en brazos a su
compañera. La sala comenzaba a girar en torno suyo y ese sonido impertinente se
hacía cada vez más fuerte.
—¿Qué está pasando?
—Tenemos que salir de aquí. ¡Ya!
Fueron hacia la puerta que daba al
exterior y la abrieron con un tirón. Una fuerte luz invadió la estancia y un
extraño calor les envolvió. Cuando por fin el viejo gallifreyan pudo abrir los
ojos, ya no se encontraban en la sala principal de aquella TARDIS, sino en una
enorme caverna de piedra gris, tan alta como un edificio de cuatro plantas y lo
suficientemente ancha como para jugar un partido de futbol. Y al fondo, rodeado
por un par de canales de agua que caían en cascada desde lo alto, una especie
de trono presidía toda la estancia.
El Doctor despertó y se levantó de un salto. A su lado los cuerpos de
sus compañeras descansaban en el frío suelo, inconscientes. Un aroma extraño envolvía
aquel lugar, como a electricidad estática, y sentía la boca seca. De fondo,
resonando a través de aquellas paredes, el zumbido que les había acompañado
desde su llegada a aquel distante planeta se escuchaba más fuerte y claro. Nadie
parecía acompañarles en la soledad de aquella caverna y, sin embargo, sentía
una presencia extraña.
—Una caverna, con arroyos —escaneó el agua con el
Destornillador—, en mitad de un planeta moribundo… no, no hemos salido, aun
estamos en la TARDIS, oh, sí, aun estamos aquí encerrados, ¿no es verdad? —el
Doctor miró a su alrededor y giró con los brazos abiertos— Se que estás ahí,
puedo sentirte, un campo de telepatía de bajo nivel pero terriblemente
poderoso. Sí, debes de ser un ente muy fuerte para mantener este planeta a
salvo de tanta destrucción. Y ¿esa estrella purpura de ahí arriba? No engañas a
nadie, son los mecanismos de control climático de la nave, mejorados
indetectable. Eres del futuro, ¿me equivoco?. Pero, ¿para qué tanto esfuerzo?
¿Para qué mantener una roca vagando a través de un universo muerto? ¿A quién
esperas?
«A
la eternidad, al más allá de las barreras fútiles que atenazan la existencia, a
la necedad de una inteligencia apegada a un cuerpo cuando este se adivina
innecesario. Espero al hombre, al monstruo, al salvador y al destructor, me
espero a mí mismo y al desconocido, a lo que fui, a lo que seré y a lo que se
oculta entre los pliegues de los múltiples universos…»
—¿Nada más? —el Doctor se rascó la
cabeza con el Destornillador— Dime, ¿quién eres o quién fuiste?
«Fui como tú, pero muy diferente. Fui tú y a la vez
otro.»
—¡Basta ya de acertijos y muéstrate!
«Lo estoy haciendo»
La voz no procedía de ninguna parte en
concreto, sino que resonaba en la mente del Señor del Tiempo como un eco, conocida
y desconocida a la vez. Era cálida y profunda, como el arrullo de un bebe, pero
algo en su expresión, en su timbre y tono, transmitía ferocidad.
«Mucho tiempo te he esperado, tú, que has horadado
el espacio y el tiempo a través de un universo que se descompone. Zigzagueas
del principio al fin, el universo se te queda pequeño, debes atravesar sus
límites, te ves empujado a hacerlo. Pero aun no, aun eres joven. Aun no. Por el
momento descansa, lo que se debía observar ya ha sido visto.»
—¿Eres un Eterno? Porque he conocido a
alguno, ¿sabes? Y ninguno ha conseguido derrotarme.
«¿Por qué querría hacerlo? Puedes nombrarme un
Eterno o puedo ser algo distinto. No poseo cuerpo, ya no, y a la vez lo tuve y
aun lo tengo. Soy más antiguo que el espacio y el tiempo, más antiguo que el
propio universo, y al mismo tiempo tan joven como un imperio. Nací, como todo
el mundo, pero he prescindido de la muerte, como tantos hemos hecho. ¿Quién
soy, preguntas? Tú deberías saberlo. Pero eres joven, muy joven aun, y sientes
tu futuro incierto. Sólo soy el eterno vagar de un alma a través del velo, sólo
soy el eterno retorno girando entre universos. No soy esclavo del espacio ni me
dejo domeñar por el tiempo, y sin embargo a los dos los contemplo. Ahora
marchaos y recuerda este momento.»
Un fuerte golpe hizo tambalearse una de
las paredes de la caverna. Un rugido feroz y metálico se coló amortiguado por
los gruesos muros de la nave que sin embargo comenzaban a ceder ante las
envestidas de la bestia cibernética. Clara despertó con el estruendo y se puso
en pié, aun aturdida. Donna, a su lado, también comenzó a agitarse, como si
despertara de una pesadilla.
—¿Qué? ¿Dónde estamos? —Clara se frotó
el cuello, dolorida— Es ese monstruo otra vez.
—Doctor, Doctor, hazlo callar… —la
mujer pelirroja abrió los ojos repentinamente— Está aquí, sí, nos ha vuelto a
encontrar —se puso en pié y miró a su alrededor— ¿Por qué estaba tirada en el
suelo?
—Clara, Donna, tenemos que salir de
aquí, ya.
—De acuerdo, ¿y dónde está la puerta?
—preguntó la chica imposible.
—Buena pregunta.
El sonido de las envestidas se hacía
más fuerte cada vez y la pared comenzaba a ceder ante la presión de cybershade.
El Doctor corrió alrededor de toda la sala, palpando la pared con la yema de
los dedos, intentando encontrar una salida mientras sus acompañantes hacían lo
mismo. Pero aquella habitación estaba bloqueada por completo.
—No hay salida —dijo Donna.
—Déjanos salir —se dirigió a la
presencia—, si no eres mi enemigo, si eres como yo y lo único que querías era
conocerme o que yo te conociera, muy bien, ya lo he hecho, ahora déjanos salir
de esta trampa mortal.
«Aun no.»
—¿Quién es ese? —la eventual de
Chiswick se agarró la cabeza — Esa voz, conozco esa voz, suena como… ¡Ah! No
debo recordar, no debería.
—¡Donna! —gritó el Doctor.
La pared de donde procedían los golpes
se derrumbó con un fuerte estruendo y la criatura irrumpió furiosa y desbocada
en el interior de la caverna. Su aspecto era temible y había crecido en tamaño
desde la última vez que se habían enfrentado. Se movió rápidamente, con pesados
pasos, hasta alcanzar a Donna en mitad de la estancia. Emitió un feroz rugido
que la hizo caer de espaldas y preparó un terrible zarpazo a punto de estallar.
«Este es mi hogar —dijo la voz— y en mi hogar no debe haber dolor, ni
lagrimas, ni confusión. Este es mi hogar y aquí sólo existe la paz.»
El monstruo se detuvo en el aire,
paralizado por una fuerza invisible, mientras se retorcía y gruñía intentando
liberarse. Pero era imposible, la bestia ascendió casi sin esfuerzo hasta
chocar contra el techo de la caverna que lo absorbió como si se tratase un
trozo de papel que se disuelve en agua, convirtiéndose en una estatua de piedra
gris. Donna se apoyo con ambas manos en el suelo y a su alrededor brillaron,
como luciérnagas, miles de puntos dorados y plateados que se introdujeron en
ella, como pequeñas estrellas resplandecientes y cálidas. Entonces notó como su
cerebro se calmaba y se liberaba de una gran carga, de un peso extenuante que
la había lastrado durante mucho tiempo y que ahora dejaba paso a la claridad y
a la paz.
—Lo recuerdo todo —dijo—, pero no
duele, no me quema. Vuelvo a ser yo. Recuerdo viajar a través de los universos
para decirle adiós al Doctor y a Rose, recuerdo quemar estrellas para hacerlo y
después, morir. Morí, Doctor, aquello que me hiciste, morí en realidad, me
hiciste olvidar todo lo bello que había vivido junto a ti.
El Doctor se acercó a su compañera y se
arrodilló.
—Lo sé, y lo siento mucho, pero no
teníamos otra opción, Donna. Lo sabes, ¿verdad?
—Pero ahora lo recuerdo y mi mente lo
soporta, ¿cómo es posible? Y esa voz… conozco esa voz. De alguna forma la
conozco aunque jamás la haya escuchado.
La luz purpura y mortecina del exterior
se coló a través de la abertura que había dejado el engendro cibernético. A lo
lejos podía distinguirse la TARDIS, como un punto distante.
—Es hora de irse. Hay cosas que es
mejor que permanezcan en el silencio, Donna.
Salieron de allí aun sin comprender que
había sucedido y dejaron atrás la inmensa roca en la que se había camuflado la
vieja nave de los Señores del Tiempo. El zumbido, aun presente, se extinguía
conforme se acercaban a la vieja cabina azul de los años sesenta que se había
recuperado por completo en el tiempo que sus ocupantes habían permanecido
fuera. Su interior volvía a brillar, con sus luces azuladas y su aspecto
elegante, como si nada hubiera pasado.
—Doctor, ¿qué era esa cosa? —preguntó
Clara— Hablaba directamente en nuestras cabezas y parecía conocernos bien.
—¿Es posible que… —Donna titubeó— fuese
un Señor del Tiempo?
—Este es un universo muy basto y muy
viejo, dentro de un multiverso de infinitos universos creándose y
destruyéndose, chocando entre sí. He conocido seres que se alimentaban de naves
como esta y otros que directamente no debían existir. Todo es posible —el
Doctor se dirigió a sus compañeras mientras toqueteaba los controles de la
TARDIS. «¿Qué esperabas, un cuerpo? Los cuerpos son aburridos», recordó.
—¿Y qué hay de mi? —preguntó Donna. El
Doctor la escaneó con el Destornillador Sónico.
—La energía de la metacrisis ha sido drenada
por completo, por eso puedes recordar y por eso no ardes, pero tampoco serás
nunca más humana y Señor del Tiempo a la vez.
—¿Sabes una cosa que he aprendido, Hombre del Espacio? Creo que ser
Donna Noble es suficiente para mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario