martes, 28 de octubre de 2014

El Eterno Retorno, parte 3


El sonido del Destornillador, escaneando cada recoveco, rebotaba en el estrecho corredor, incisivo y perturbador. Pero, con el conocimiento de donde se encontraban realmente, la búsqueda se tornó más sencilla. Recorridos unos pocos metros, encontraron una antigua estancia cuyo uso debía haber sido una despensa o tal vez un almacén. A su alrededor cajas polvorientas de metal y contenedores tan altos como un hombre se esparcían por el suelo de la habitación. Más allá, una puerta averiada se abría y cerraba constantemente, cortocircuitando con cada movimiento, aun, después de incontables años, funcionando a medias. La siguiente habitación, tras atravesar otro largo corredor, era una biblioteca de dimensiones titánicas. Los estantes se elevaban pisos y pisos sobre los tres viajeros del tiempo, imponentes como pilares que sostuvieran el mismísimo cielo. Y a un lado y a otro, no alcanzaba la vista el final de cada sección. Aquel sitio parecía tener la extensión de una ciudad entera. 

 

—Se parece a la tuya, ¿no crees?

Clara miró hacia arriba y a su alrededor y se sintió mareada, como si girara sin control entre páginas y páginas que jamás podría leer aunque viviera mil años. Todos parecían en buen estado pese al tiempo que debían haber estado allí, abandonados. Solo una capa de polvo y mugre delataba la dejadez de la vieja nave.

—Es mejor —respondió el Doctor. Uno de los tomos le llamó la atención, un viejo libro forrado en cuero y con inscripciones en galifreyan que le resultaba familiar—. Yo tengo uno igual. La misma edición, los mismos grabados, exactamente igual —miró a sus compañeras y sonrió, apesadumbrado—. Todos lo teníamos, al menos todos los que nos graduamos en la academia.

—¿Qué es? —preguntó Donna, poniendo la mano en el hombro de su amigo.

—La historia de Gallifrey, de los Señores del Tiempo, del futuro, del pasado… —tuvo la tentación de abrir el tomo— cada graduado recibía un libro en el que se recopilaba todo, y cuando digo todo es todo.

—Es grande, pero no creo que tanto…

—Tecnología de los Señores del Tiempo, más grande por dentro, Donna —se tocó la nariz en un gesto que hacía no mucho había recordado—. No sólo está toda la historia conocida, cada uno de nosotros debíamos continuar escribiendo nuestra historia, la historia del universo, documentar cada uno de los rincones de esta vasta extensión en la que vivimos. Aquí dentro están los conocimientos acumulados por la tripulación de la nave durante sus viajes a través del tiempo y el espacio.

—Pues ábrelo y averigüemos que les pasó.

—No puedo Donna, no debo. Piénsalo, no sé lo que puedo encontrar aquí. ¿Mi pasado, mi futuro, o tal vez, probablemente, no tenga nada que ver conmigo?

—¿Entonces?

—Aun así no puedo arriesgarme. Busquemos otros indicios.

Abandonaron la biblioteca. Donna no podía comprender a qué tanto temor, los Señores del Tiempo habían desaparecido, destruidos en la última Guerra, todo lo que aquel hombre del espacio podía encontrar en su interior era su pasado, o el pasado de otros como él. La siguiente estancia parecía una habitación vacía, con muchas luces a su alrededor. Tenía un aspecto parecido al de los corredores, con las paredes grises del aspecto de la roca, y pequeñas incrustaciones de cristales luminiscentes en el techo. Donna sintió entonces como la estancia comenzaba a desvanecerse y un extraño eco le susurraba al oído. Eran palabras que conocía o al menos le resultaban familiares. Recuerdos, algunos de ellos olvidados, otros tan vividos como si estuvieran sucediendo en aquel momento. Clara vio como se tambaleaba, apoyándose en las paredes hasta que no pudo permanecer en píe por mucho más tiempo.

—¡Doctor!

—Donna, Donna, ¿estás bien?

—¿No lo escuchas? —preguntó— Es como si estuvieran delante de mí.

—Es la nave, es una TARDIS dañada derramando el pasado y el futuro a nuestro alrededor.

«¡DUM, DUM! ¡DUM, DUM! ¡DUM, DUM! —resonaron en su mente unos fuertes latidos»

         —¿Qué son esos tambores? —Donna se agarró fuertemente la cabeza, tenía la sensación de que le podía estallar en cualquier momento— No, no son tambores —recordó—, son latidos, los latidos de un corazón imposible.

«Las abejas están desapareciendo»

«¡Iba a quedarme contigo, para siempre!»

«No puedo volver, no me hagas volver»

«Quiero quedarme»

“Donna Noble, lo siento tanto, pero fueron los mejores tiempos. Los mejores.”

         Donna convulsionó y se combó hacia atrás, como una rama al fuego. Tenía los ojos en blanco y las manos, rígidas, se retorcían en extraños movimientos. Clara intentaba sostenerle la cabeza, pero aquel ataque y las memorias que estaban despertando en ella, eran imparables.

         —Doctor, haz algo.

         El Señor del Tiempo posó sus manos sobre la cabeza de su pelirroja compañera, intentando bloquear los recuerdos más peligrosos, contenerlos en una capa profunda del subconsciente para evitar que aflorara la metacrisis que la estaba matando.

«Rose va a volver, ¿eso no es bueno?...»

         —Vamos Donna, resiste.

         Navegó a través de su memoria, visitó cada momento de su vida, cada historia acontecida, cada victoria y cada fracaso. Más allá de toda resistencia, sólo encontró un único deseo, una esperanza enterrada bajo capas y capas de bloqueos psíquicos y dolor. Sólo quería volver. Regresar con el Doctor, viajar a través de todo el tiempo y el espacio. Encontrar su sitio.

         En pocos segundos sus espasmos cesaron y su mente se calmó. El Doctor había conseguido sepultar el fuego que la consumía, pero no sabía por cuánto tiempo.

         —¿Está bien? —preguntó Clara, mordiéndose las uñas.

         —No, no está bien. Jamás debí dejar que viniera con nosotros.

         —Vamos, no seas duro contigo mismo, ella te lo pidió, un último adiós que al menos pudiera recordar. Bloqueaste lo recuerdos que le podían hacer daño, dijiste que eso bastaría.

         —Siempre y cuando nada los despertase —el Doctór se puso en pié y miró a su alrededor—. Debemos salir de aquí, no puedo poneros en peligro.

         —Pero, ¿de quién es esta TARDIS? ¿No quieres saberlo?

         —Clara, nadie es tan importante como para perderos. En cuanto Donna despierte nos iremos, regresaremos por donde mismo vinimos y esperaremos en mi TARDIS hasta que esté lista para volver a vuestra época.

         Donna tardó unos minutos en reponerse, al principio desorientada, enseguida pudo ponerse en pié, aunque tenía un fuerte dolor de cabeza. No recordaba ninguna de las visiones que había tenido, enterradas bajo capas y capas de bloqueos psíquicos.

         —¿Qué ha pasado? —preguntó—. Me duele mucho la cabeza…

         —¿No lo recuerdas? —contestó el Doctor— Te diste un fuerte golpe —mintió—, pero ya estás mejor. Ahora larguémonos de aquí cuanto antes.

         —Sí, de acuerdo, algo me dice que es lo mejor —Donna tenía la extraña sensación de estar obviando algo y a la vez de tener la absoluta certeza de que lo mejor era abandonar aquel extraño lugar.

         Regresaron por el mismo camino, pero tras la puerta por la que hacía unos minutos habían entrado ahora encontraron un corredor, un largo pasillo con bifurcaciones a los lados, como un laberinto.

         —¿Dónde está la biblioteca? —preguntó Donna.

         —No, no, no —el Doctor las miró de reojo mientras se frotaba las manos pegadas al pecho. Su expresión delató que algo malo estaba sucediendo—. Ya no está, la biblioteca, ahora estará cerca de la cocina, o tal vez dentro de la piscina. Una vez la piscina estuvo dentro de la biblioteca, en mi nave, y se podía caer en línea recta desde el exterior. A River le encantaba.

         —¡Doctor! —Donna puso los brazos en jarra, enfurruñada.

         —Es la TARDIS, nos está atrapando en un laberinto de corredores y estancias sin salida.

         —¿Se está defendiendo de nosotros? Pero, ¿Por qué? —preguntó Clara.

         —Está muriendo, abandonada y sola. ¿Quién sabe? Tal vez sólo quiera compañía.

         Continuaron avanzando, zigzagueando a través de todos los pasillos que veían, buscando algún espacio que les pudiera resultar útil. Pero durante un buen rato lo único que veían eran el mismo paisaje monótono, almacenes, despensas y corredores, infinitos corredores imposibles. Hasta que al final, como si nada, llegaron a una sala de control. Tenía un aspecto frío, desolado, sin apenas adornos, muy parecido a las estancias que habían dejado atrás. Una luz tenue iluminaba la habitación. Los mandos de la mesa de control eran parecidos pero completamente diferentes y el pilar central, que normalmente subía y bajaba mientras la nave estaba en funcionamiento, había desaparecido a favor de una esfera de cristal, más discreta. Un extraño zumbido se filtraba a través de los mandos, como el cortocircuitar de una conexión defectuosa, casi imperceptible.

         —¿Ahora lo escucháis? —preguntó el Doctor a sus compañeras.

         —Sí —dijo Clara—, es como un lamento, como si la TARDIS se quejara.

         —Bueno, no me extraña —Donna pasó su mano por la mesa de control, acariciando los mandos con suavidad. El Doctor la miró de reojo—, la pobre, se cómo se debe sentir. Antes viajaba por todo el tiempo y el espacio, surcando el vórtice temporal de mundo en mundo, salvando vidas, explorando, combatiendo… y ahora, mírala, varada en un planeta extraño y desolado, luchando por mantenerse viva hasta el fin de todo, olvidada.

«No es el fin…»

         —¿Cómo has dicho, Doctor? —preguntó Clara.

         —No he dicho nada.

         —Sí, acabas de decirlo, «no es el fin». Lo he escuchado.

«Sólo es el eterno vagar a través de los mismos caminos, repitiéndose una y otra vez, condenados a retornar infinitas veces y existir más allá de la propia existencia.»

         —Pero, si no eres tú… —Clara perdió el equilibrio y se apoyó en una de las barandillas de la sala.

         —Clara, Clara, ya has vivido esto antes, son fugas de realidad. Tú más que nadie has pasado por cosas peores.

         —Lo recuerdo todo, todas las vidas que no he vivido, todos mis ecos a lo largo de tu línea temporal… y duele —cerró los puños con fuerza.

         —¿Toda tu línea temporal, a qué se refiere? —preguntó Donna.

         —Esto ya no son sólo fugas de realidad —sentenció el Doctor—, es algo más. No son tus vidas, clara, esos recuerdos sólo son proyecciones, no son tuyos.

         —El zumbido… ese zumbido…

         El Doctor cogió en brazos a su compañera. La sala comenzaba a girar en torno suyo y ese sonido impertinente se hacía cada vez más fuerte.

         —¿Qué está pasando?

         —Tenemos que salir de aquí. ¡Ya!

         Fueron hacia la puerta que daba al exterior y la abrieron con un tirón. Una fuerte luz invadió la estancia y un extraño calor les envolvió. Cuando por fin el viejo gallifreyan pudo abrir los ojos, ya no se encontraban en la sala principal de aquella TARDIS, sino en una enorme caverna de piedra gris, tan alta como un edificio de cuatro plantas y lo suficientemente ancha como para jugar un partido de futbol. Y al fondo, rodeado por un par de canales de agua que caían en cascada desde lo alto, una especie de trono presidía toda la estancia.

El Doctor despertó y se levantó de un salto. A su lado los cuerpos de sus compañeras descansaban en el frío suelo, inconscientes. Un aroma extraño envolvía aquel lugar, como a electricidad estática, y sentía la boca seca. De fondo, resonando a través de aquellas paredes, el zumbido que les había acompañado desde su llegada a aquel distante planeta se escuchaba más fuerte y claro. Nadie parecía acompañarles en la soledad de aquella caverna y, sin embargo, sentía una presencia extraña.

         —Una caverna, con arroyos —escaneó el agua con el Destornillador—, en mitad de un planeta moribundo… no, no hemos salido, aun estamos en la TARDIS, oh, sí, aun estamos aquí encerrados, ¿no es verdad? —el Doctor miró a su alrededor y giró con los brazos abiertos— Se que estás ahí, puedo sentirte, un campo de telepatía de bajo nivel pero terriblemente poderoso. Sí, debes de ser un ente muy fuerte para mantener este planeta a salvo de tanta destrucción. Y ¿esa estrella purpura de ahí arriba? No engañas a nadie, son los mecanismos de control climático de la nave, mejorados indetectable. Eres del futuro, ¿me equivoco?. Pero, ¿para qué tanto esfuerzo? ¿Para qué mantener una roca vagando a través de un universo muerto? ¿A quién esperas?

«A la eternidad, al más allá de las barreras fútiles que atenazan la existencia, a la necedad de una inteligencia apegada a un cuerpo cuando este se adivina innecesario. Espero al hombre, al monstruo, al salvador y al destructor, me espero a mí mismo y al desconocido, a lo que fui, a lo que seré y a lo que se oculta entre los pliegues de los múltiples universos…»

         —¿Nada más? —el Doctor se rascó la cabeza con el Destornillador— Dime, ¿quién eres o quién fuiste?

«Fui como tú, pero muy diferente. Fui tú y a la vez otro.»

         —¡Basta ya de acertijos y muéstrate!

«Lo estoy haciendo»

         La voz no procedía de ninguna parte en concreto, sino que resonaba en la mente del Señor del Tiempo como un eco, conocida y desconocida a la vez. Era cálida y profunda, como el arrullo de un bebe, pero algo en su expresión, en su timbre y tono, transmitía ferocidad.

«Mucho tiempo te he esperado, tú, que has horadado el espacio y el tiempo a través de un universo que se descompone. Zigzagueas del principio al fin, el universo se te queda pequeño, debes atravesar sus límites, te ves empujado a hacerlo. Pero aun no, aun eres joven. Aun no. Por el momento descansa, lo que se debía observar ya ha sido visto.»

         —¿Eres un Eterno? Porque he conocido a alguno, ¿sabes? Y ninguno ha conseguido derrotarme.

«¿Por qué querría hacerlo? Puedes nombrarme un Eterno o puedo ser algo distinto. No poseo cuerpo, ya no, y a la vez lo tuve y aun lo tengo. Soy más antiguo que el espacio y el tiempo, más antiguo que el propio universo, y al mismo tiempo tan joven como un imperio. Nací, como todo el mundo, pero he prescindido de la muerte, como tantos hemos hecho. ¿Quién soy, preguntas? Tú deberías saberlo. Pero eres joven, muy joven aun, y sientes tu futuro incierto. Sólo soy el eterno vagar de un alma a través del velo, sólo soy el eterno retorno girando entre universos. No soy esclavo del espacio ni me dejo domeñar por el tiempo, y sin embargo a los dos los contemplo. Ahora marchaos y recuerda este momento.»

         Un fuerte golpe hizo tambalearse una de las paredes de la caverna. Un rugido feroz y metálico se coló amortiguado por los gruesos muros de la nave que sin embargo comenzaban a ceder ante las envestidas de la bestia cibernética. Clara despertó con el estruendo y se puso en pié, aun aturdida. Donna, a su lado, también comenzó a agitarse, como si despertara de una pesadilla.

         —¿Qué? ¿Dónde estamos? —Clara se frotó el cuello, dolorida— Es ese monstruo otra vez.

         —Doctor, Doctor, hazlo callar… —la mujer pelirroja abrió los ojos repentinamente— Está aquí, sí, nos ha vuelto a encontrar —se puso en pié y miró a su alrededor— ¿Por qué estaba tirada en el suelo?

         —Clara, Donna, tenemos que salir de aquí, ya.

         —De acuerdo, ¿y dónde está la puerta? —preguntó la chica imposible.

         —Buena pregunta.

         El sonido de las envestidas se hacía más fuerte cada vez y la pared comenzaba a ceder ante la presión de cybershade. El Doctor corrió alrededor de toda la sala, palpando la pared con la yema de los dedos, intentando encontrar una salida mientras sus acompañantes hacían lo mismo. Pero aquella habitación estaba bloqueada por completo.

         —No hay salida —dijo Donna.

         —Déjanos salir —se dirigió a la presencia—, si no eres mi enemigo, si eres como yo y lo único que querías era conocerme o que yo te conociera, muy bien, ya lo he hecho, ahora déjanos salir de esta trampa mortal.

«Aun no.»

         —¿Quién es ese? —la eventual de Chiswick se agarró la cabeza — Esa voz, conozco esa voz, suena como… ¡Ah! No debo recordar, no debería.

         —¡Donna! —gritó el Doctor.

         La pared de donde procedían los golpes se derrumbó con un fuerte estruendo y la criatura irrumpió furiosa y desbocada en el interior de la caverna. Su aspecto era temible y había crecido en tamaño desde la última vez que se habían enfrentado. Se movió rápidamente, con pesados pasos, hasta alcanzar a Donna en mitad de la estancia. Emitió un feroz rugido que la hizo caer de espaldas y preparó un terrible zarpazo a punto de estallar.

«Este es mi hogar —dijo la voz— y en mi hogar no debe haber dolor, ni lagrimas, ni confusión. Este es mi hogar y aquí sólo existe la paz.»

         El monstruo se detuvo en el aire, paralizado por una fuerza invisible, mientras se retorcía y gruñía intentando liberarse. Pero era imposible, la bestia ascendió casi sin esfuerzo hasta chocar contra el techo de la caverna que lo absorbió como si se tratase un trozo de papel que se disuelve en agua, convirtiéndose en una estatua de piedra gris. Donna se apoyo con ambas manos en el suelo y a su alrededor brillaron, como luciérnagas, miles de puntos dorados y plateados que se introdujeron en ella, como pequeñas estrellas resplandecientes y cálidas. Entonces notó como su cerebro se calmaba y se liberaba de una gran carga, de un peso extenuante que la había lastrado durante mucho tiempo y que ahora dejaba paso a la claridad y a la paz.

         —Lo recuerdo todo —dijo—, pero no duele, no me quema. Vuelvo a ser yo. Recuerdo viajar a través de los universos para decirle adiós al Doctor y a Rose, recuerdo quemar estrellas para hacerlo y después, morir. Morí, Doctor, aquello que me hiciste, morí en realidad, me hiciste olvidar todo lo bello que había vivido junto a ti.

         El Doctor se acercó a su compañera y se arrodilló.

         —Lo sé, y lo siento mucho, pero no teníamos otra opción, Donna. Lo sabes, ¿verdad?

         —Pero ahora lo recuerdo y mi mente lo soporta, ¿cómo es posible? Y esa voz… conozco esa voz. De alguna forma la conozco aunque jamás la haya escuchado.

         La luz purpura y mortecina del exterior se coló a través de la abertura que había dejado el engendro cibernético. A lo lejos podía distinguirse la TARDIS, como un punto distante.

         —Es hora de irse. Hay cosas que es mejor que permanezcan en el silencio, Donna.

         Salieron de allí aun sin comprender que había sucedido y dejaron atrás la inmensa roca en la que se había camuflado la vieja nave de los Señores del Tiempo. El zumbido, aun presente, se extinguía conforme se acercaban a la vieja cabina azul de los años sesenta que se había recuperado por completo en el tiempo que sus ocupantes habían permanecido fuera. Su interior volvía a brillar, con sus luces azuladas y su aspecto elegante, como si nada hubiera pasado.

         —Doctor, ¿qué era esa cosa? —preguntó Clara— Hablaba directamente en nuestras cabezas y parecía conocernos bien.

         —¿Es posible que… —Donna titubeó— fuese un Señor del Tiempo?

         —Este es un universo muy basto y muy viejo, dentro de un multiverso de infinitos universos creándose y destruyéndose, chocando entre sí. He conocido seres que se alimentaban de naves como esta y otros que directamente no debían existir. Todo es posible —el Doctor se dirigió a sus compañeras mientras toqueteaba los controles de la TARDIS. «¿Qué esperabas, un cuerpo? Los cuerpos son aburridos», recordó.

         —¿Y qué hay de mi? —preguntó Donna. El Doctor la escaneó con el Destornillador Sónico.

         —La energía de la metacrisis ha sido drenada por completo, por eso puedes recordar y por eso no ardes, pero tampoco serás nunca más humana y Señor del Tiempo a la vez.

—¿Sabes una cosa que he aprendido, Hombre del Espacio? Creo que ser Donna Noble es suficiente para mí.

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