lunes, 29 de septiembre de 2014

Sombras en el Océano - Parte 1

Bajó de la litera con la misma energía con que lo hacía cada mañana. Tenía una larga barba y su pelo enmarañado daba la impresión de que nunca hubiera sido domado. Parecía un hombre joven, al menos a primera vista eso relataban sus facciones, pero sus ojos dejaban entrever una expresión distinta. Eran cristales de un verde parduzco, ávidos e incisivos, pero a la vez cansados. Tenía aquella extraña mirada de anciano que desentonaba por completo con su aspecto jovial. Un joven viejo impertinente que nunca paraba de moverse, aleteando las manos de un lado a otro, sin poder cerrar la boca un solo segundo.


—¡Buenos días a todos! —se desperezó extendiendo los brazos hacia los lados y moviendo los dedos de los píes de una forma que a todos les parecía muy graciosa—. Vamos, arriba, no me seis holgazanes —se dirigió hacia el resto de marineros que aun seguían recostados en sus catres, maldiciendo y retorciéndose en sueños—. Quién sabe las maravillas que encontraremos hoy en la mar… ah, focas, delfines, ballenas blancas, tiburones vegetarianos… No son tan amigables como parecen.
—¡Cállate idiota! —espetó Siete Dedos a sus espaldas. Tenía una expresión enfurecida y los ojos aun entre cerrados por el sueño y las legañas— Maldita sea, un día de estos te voy a tirar por la borda como no empieces a cerrar esa bocaza que tienes… —se limpió los restos de baba que le colgaban de su ancha mandíbula con el reverso de la mano y se incorporó con pesadez sobre su litera.
—¿Tu es qué nunca duermes? —preguntó Ratón, un hombrecillo enjuto y mal formado, tan delgado que en los días de fuerte marejada podía salir volando en cualquier momento.
—No mucho, un par de horas cada noche, quizás un poco menos. Doy pequeñas cabezaditas mientras camino… pero ya basta. Dejemos de hablar de mi —dio un par de grandes zancadas y se dirigió al umbral que separaban dos estancias contiguas. Una vez llegó allí, se giró y entrelazó las manos con gesto como de quién mira por encima de unas gafas invisibles—. Esta noche, mientras todos roncabais y compartíais entre sí el producto gaseoso de vuestras digestiones —mostró una mueca de asco y dirigió una mirada acusadora a Tom el Cayos—, en serio, háztelo mirar… yo he descubierto el mayor misterio que jamás haya azotado a esta nave.
—Si el misterio es quién se termino el ron, yo te puedo contestar a eso —replicó Billy Encías—, es el desgraciado del capitán, ese maldito bastardo…
—No os dejéis eclipsar por los detalles banales, amigos…
—¿Bana… qué?
—…hay un misterio mayor entre nosotros, un secreto oculto a simple vista, justo delante de nuestras narices y del que ninguno os habéis percatado. Pero para eso estoy yo aquí, para revelar lo encubierto, destapar las conspiraciones que os acechan en las noches de soledad, en la lejanía del océano, cuando vuestros hogares están demasiado lejos como para siquiera poder acordaros de cómo eran vuestras esposas…
—¡De acuerdo, confieso! —Ratón se echó las manos a la cabeza y comenzó a lloriquear como un niño.
—¡Calla, desgraciado! —gritó Siete Dedos.
—Por las noches busco el calor del Dedos cuando ninguno miráis, pero es que me siento muy sólo.
Hubo un silencio general solo interrumpido por el sollozo del escuálido marinero. Todos se miraron entre sí y dieron un paso atrás. El Doctor se acercó y le puso una mano en el hombro.
—No te preocupes amigo — susurró y le dio un par de palmaditas en la espalda—. Pero no me refería a eso —se volvió enérgico hacia su público y abrió los brazos cual presentador circense—, sino a lo que todos miráis pero no veis, pisáis pero no sentís, oís pero no escucháis.
—¿El qué? —preguntó Billy con los ojos muy abiertos.
—Vuestra sombra.
Todos miraron hacia abajo, pero allí no vieron nada raro. Tenían la extraña sensación de que algo estaba ocurriendo entre aquellos tabiques de madera, pero los misterios se perdían entre las supersticiones y los hombres desaparecían en el mar arrastrados por las mareas, las tormentas y los vendavales. Hacia unas noches, mientras todos dormían, el viejo Jon Percy hacía guardia encaramado a lo más alto de la torre de vigía. Para su edad, o por lo menos para la edad que aparentaba, era un hombre ágil, de constitución delgada pero fibrosa. Unas manos fuertes y curtidas, al igual que sus píes, les permitían trepar como si fuera un gato. Con una velocidad endiablad subía y bajaba por aquel palo mayor, a través de cabos y sobre las toldillas, sin preocuparle demasiado los vientos huracanados, las rachas del cortante azote del norte o las envestidas del mar que en los peores días cubría toda la cubierta con sus frías aguas. Aquel hombre no temía a la muerte, o al menos no temía morir en la mar, y desafiaba constantemente a los elementos, los maldecía y les gruñía, encaramado como un mono, balanceándose de un lado al otro, riéndose con ásperas carcajadas a la cara del gran azul.
Pero una noche tranquila, con el mar en calma, sin rastro de perturbación, ni ruidos, ni viento, ni lluvia… una noche como otra cualquiera, el viejo lobo de mar, que había nacido en la bodega de un destartalado pesquero, crecido entre los mástiles de un imponente buque de guerra y asaltado a las ordenes de temibles piratas en las aguas del Caribe, se perdió para siempre. No hizo ningún ruido, no se oyó el sonido un cuerpo al caer a las aguas tranquilas, ni el lamento del anciano al precipitarse desde su puesto en lo más alto de la nave, ni las pisadas del asesino silencioso que acabó con su vida. Los hombres lo vieron como un mal presagio, lo vistieron de supersticiones y mal fario, lo envolvieron en el manto de lo inexplicable y lo olvidaron, como todo lo que no podían abarcar sus mentes, y se convirtió en algo común. «Son cosas que pasan», se dijeron, y continuaron con su rutina diaria, alquitranaron la cubierta y arriaron velas  alejándose de aquel lugar.
—Vuestra sombra os persigue —prosiguió el Doctor—, no podéis dejarla atrás por mucho que corráis, por fuerte que sople el viento tras vosotros. Vuestras sombras os persiguen y nadie se extraña de ello. Un buen camuflaje, ¿no os parece?
—Maldito loco, no intentes asustarnos con tus historias de mundos lejanos y monstruos, y quién sabe qué más inventará tu desquiciada cabeza. Hace tiempo que debimos deshacernos de ti, serías buen alimento para los peces —Siete Dedos se inclinó hacia delante y apretó los puños.
—No, demasiado delgaducho, correoso, a veces algo toxico —giró alrededor del marinero hasta pasarle por detrás, esquivando su mirada, y lo cogió por los hombros intentando tranquilizarle—. Pero no son habladurías chichos, no son supersticiones, esas cosas no son lo mío. Hay algo en vuestras sombras, lo he visto.
—No has visto nada. Nos está tomando el pelo. Muchachos, no le hagáis ni caso. Venga, vamos a desayunar —Billy Encías siempre lo arreglaba todo con el estomago lleno.
—He visto vuestras sombras deslizarse silenciosas cuando no las veis, abandonar vuestro cobijo. Pero, ¿de verdad es una sombra?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ratón aun conmocionado por su confesión.
—Las sombras las produce la luz, la interposición de nuestros cuerpos ante un haz luminoso, son un eco nuestro, no pueden existir en nuestra ausencia ni desplazarse si nosotros no lo hacemos. Pero entonces, ¿cómo lo hacen las vuestras, como se desplazan por si solas cuando creen que no las observamos?
—¿Cómo? —Hugo el Calvo tenía la boca abierta de par en par.
—No lo hacen, porque no son sombras.
—¿Entonces qué son?
—Algo mucho peor, un enemigo al que llevo persiguiendo desde hace cientos de años y que siempre me ha sido esquivo. Y el rastro me ha llevado hasta aquí —miró a todos a su alrededor, tenía esa expresión entre aterrado y vivo, como si paladeara el miedo que le producía aquella situación—. Es el Vastha Nerada, las pirañas del aire.
—¿El qué?
—El miedo a la oscuridad, el autentico miedo. De ahí procede, de estos seres huidizos. Normalmente no abundan en grandes grupos, pero aquí, en esta nave, se han reproducido como esporas, literalmente.
—¿Y qué es lo que hacen? —ratón se cruzó de brazos y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
—Tienen hambre, siempre tienen hambre. En la naturaleza, en pequeñas proporciones, normalmente no notamos su presencia. Pero aquí, encerrados en este buque, todo de madera y rodeados de una gran masa de agua, sin ningún otro sitio donde poder ir… están empezando a impacientarse.
El aire en la pequeña habitación se volvió espeso. El sonido de la madera al crujir les hizo estremecerse y una sensación de ahogo les invadió. Todos eran conscientes de que en aquel navío habían ocurrido desapariciones extrañas, pero siempre se habían achacado a la torpeza de los hombres en cubierta, a la virulencia de las aguas del Atlántico y a las malas pasadas que juega la mente durante más de dos meses de aislamiento sin tocar tierra.
—El viejo Percy, ¿qué me decís de él? —dijo Billy Encías— No me trago que se callera por la borda, él menos que nadie. Todos sabéis lo ágil que era en cubierta.
—Y el pequeño Ed, fue el primero en desaparecer, y ni siquiera estaba ahí fuera, dormía en ese catre que ocupas tú ahora, Smith —replicó Ratón refiriéndose al Doctor—. Simplemente se acostó una noche y a la mañana siguiente encontramos de él sólo su ropa y sus botas.
—Sois todos una panda de cotorras —espetó Siete Dedos—, aquí no hay más misterio que el que ha habido siempre en la mar —miró fijamente al galifreyan y se aproximo lentamente, señalándolo con su dedo acusador—. Siempre ha habido desapariciones, siempre ha habido misterios, el océano es inmenso y aguarda demonios que ni tú, ni yo, ni el mismísimo Poseidón conocemos. ¿A qué has venido? ¿Acaso quieres comernos el tarro, hacer que la mitad de los hombres de la tripulación pierdan la cabeza, cómo tú? ¿Sabes hacia donde nos llevaría eso? —Miró alrededor, amenazador, severo. Aquel tipo era un hombre imponente al que pocos se atrevían a enfrentarse— Al amotinamiento y a la muerte. ¿Qué importa que desaparezcan uno o dos? Al fin y al cabo son los más débiles y los ancianos. Dejemos que el dios de las aguas se tome su tributo, que el demonio de las profundidades aligere la carga, más comida y bebida para el resto. Y en cuanto a ti, maldito bicho raro, ándate con ojo cuando camines por cubierta, a veces ocurren accidentes.
El Doctor sonrió y le mandó una mirada despectiva a través de la cual se podía intuir un sentimiento paternal. Una frase resonaba en su mente: «ingenuo».
—¿Y si tú fueras el siguiente? ¿Estarías dispuesto a sacrificarte por el resto, a dar tu vida para que tu dios permanezca en calma? —miró a su alrededor— He conocido a dioses, a divinidades, a reyes y emperadores, y creedme, ninguno de ellos tiene poder en este lugar y en este momento. Contesta, ¿estarías dispuesto a dar la vida?
—No seas idiota, no soy ni viejo, ni débil, ni un estúpido loco como tú.
—No, eres grande y fuerte, y esos seres cada vez están más hambrientos y desesperados. ¿Por quién crees que irán cuando el hambre que sientan sea incontrolable, a por un marinero delgaducho, huesudo y enfermizo o a por un hombre corpulento, sano y sabroso?
—Cierra el pico o… —aquella bestia levantó el puño, amenazador.
—Mira hacia abajo  —dijo el Doctor con sus ojos clavados en el suelo del camarote, pálido como la nieve. Siete Dedos se detuvo en seco—. ¿Qué ves?
El marinero bajó la vista y observó fijamente sus pies. Allí, parado, con el puño en alto, adoptaba la figura de una estatua de mármol. Solo el temblor que recorría su cuerpo delataba que aun seguía con vida.
—Mis pies —dijo.
—Fíjate, mira más allá de lo evidente.
—No puede ser —tragó saliva.
La única luz que iluminaba la estancia era la vacilante llama de un candil en un extremo de la habitación. Las sombras pululaban a ritmo constante de izquierda a derecha. Todas menos la del grandullón.
—Tengo dos —observó—, dos sombras —apenas disponía de un hilo de voz.
—Si —confirmó el Doctor.
—Pero, ¿cómo puedo tener dos sombras?
—No te muevas, pase lo que pase, no te muevas ni un milímetro —miró a su alrededor y repasó uno a uno los rostros de la tripulación—. No crucéis vuestras sombras y, sobretodo, no las crucéis con la suya. Id saliendo con cuidado y recordad, no piséis su sombra, ni la rocéis.
Ratón ahogó un grito y el resto de la tripulación se alejó todo lo posible de su corpulento compañero dando a parar contra las literas que crujieron con la presión que provocaba aquel grupo. Tom el Cayos fue el primero en deslizarse, muy pegado a la pared, en dirección a la salida. Tras él lo hicieron todos, moviéndose lentamente sin dejar de mirar fijamente sus propios pies y las imágenes que proyectaban sus cuerpos. La débil luz que invadía la estancia nunca les había parecido tan preciada, ni el titilar de la llama tan cálida como aquella mañana. No había luces que se filtraran desde el exterior, ninguna otra salida más que la desconchada puerta de madera que permanecía abierta de par en par.
—¿Qué me va a pasar ahora? —preguntó Siete Dedos.
—Voy a intentar una cosa, así que no te muevas —dijo el Doctor—. Creo que están jugando contigo, sino ya te habrían devorado. Puede que se sientan amenazados.
El Doctor sacó de uno de sus bolsillos su Destornillador Sónico y lo dirigió hacia el enjambre, escaneándolo.
—Sí, es la misma densidad, la misma especie. Después de tanto tiempo… —sonrió complacido—. Si envío una honda con la frecuencia de resonancia adecuada, en teoría, debería ser capaz de deshacer el enjambre durante unos segundos, aturdirlos, el tiempo suficiente para que puedas huir.
—Lo que quieras, pero hazlo.
Dirigió de nuevo el dispositivo hacia la sombra y ajustó la frecuencia. En su mirada se podía vislumbrar el brillo de la victoria.
—Ahora solo tengo que…
La mancha negra se empezó a desplazar hacia la puerta, girando como las manijas de un reloj y extendiéndose a través del suelo agrietado hacia los marineros que intentaban escapar. Billy Encías se detuve en seco cuando la sombra alcanzó su posición y se puso de puntillas, intentando que la suya no entrara en contacto con aquellos seres invisibles.
—Oh, Dios mío, no quiero morir —cerró los ojos y se quedó muy pegado a la pared.
—¿Por qué están haciendo eso? —preguntó Ratón desde la puerta, sin poder apartar la vista, atónito y paralizado por el miedo.
—Se intentan defender —el Doctor se apartó uno de sus mechones hacia atrás— ¡Ajá! Chicos listos, muy, muy listos —activó el destornillador y el enjambre se revolvió y se retorció, pero al instante continuó su camino—. No se disuelve. No, no, no, no. No puede ser.
—¿Qué hago? —preguntó Siete Dedos.
—No te muevas, no te muevas, puedo arreglarlo —la sombra cada vez se aproximaba más a Billy.
—Si me muevo, ¿el resto podrá huir?
—No pienses en eso, esa no es una opción —respondió el viejo Señor del Tiempo.
—Pero es así —dijo el marinero—, si me muevo, este demonio se contentará conmigo y el resto podrá escapar.
—No, por favor, no lo hagas, puedo salvarte, sólo necesito un momento —trasteó el Destornillador y le dio un par de golpecitos. De nuevo lo dirigió hacia la mancha, que vaciló y se detuvo unos segundos, vibrando y retorciéndose. Pero de nuevo, lentamente, continuó reptando hacia Billy. El Doctor se quedó inmóvil—. La misma especie, colonias diferentes —elucubró en voz alta—. ¡Claro! Estúpido, estúpido viejo. Me he vuelto demasiado lento —se lamentó y se echó las manos a la cabeza—. No son un organismo, son una sociedad, un grupo diferente que se organiza en una dinámica propia —miró fijamente a los ojos del tripulante con una mezcla de pena y culpa.
—Como te he dicho antes —dijo Siete Dedos con una extraña serenidad—, la mar aguarda demonios que no podemos controlar —tragó saliva y miró a sus compañeros con cara apesadumbrada—. Dejad que el Dios de las aguas se tome su tributo, que el demonio de las profundidades se sacie con mi carne… y tú, John Smith o quien quiera que seas, sácalos de aquí de una condenada vez.
         Siete Dedos se lanzó hacia el extremo opuesto de la habitación en el que estaban sus compañeros y la sombra se volvió con la velocidad del rayo, emitiendo un zumbido agudo, como el grito de un depredador extasiado por el olor de la sangre, que los hizo estremecerse. En menos de un segundo la carne se separó del hueso y desapareció. El esqueleto se resistió un poco más, pero al final se desvaneció también, como si nunca hubiese existido un cuerpo y las harapientas ropas se sostuvieran únicamente por medio de una ilusión colectiva. Todos quedaron atónitos, sin poder creer que habían visto sus ojos.
         —¡Corred! Vamos, no os detengáis —exclamó el Señor del Tiempo, que permaneció con la mirada fija en lo que antes había sido una persona—. Lo siento, lo siento mucho.

CONTINUARÁ...

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