“Eternamente eterno, desde la Creación hasta el Final
del Universo. Más allá de los límites del espacio y el tiempo, más allá de fin
que es un nuevo comienzo. El señor de mucho rostros, el monstruo sin cuerpo.”
La corriente de radiación descendió
sobre el suelo seco, resquebrajándose y crujiendo mientras El Doctor y Donna
intentaban escapar a toda velocidad. Los restos incandescentes de la cybernave
silbaban en las alturas, anunciando su letal presencia y la amenazadora
situación en la que estaban envueltos. Habían conseguido escapar de la
desafortunada nave a tiempo a través de un teletransportador, pero la TARDIS
aun estaba demasiado lejos.
—Creo que habría sido buena idea establecer las coordenadas antes de teletransportarnos,
¿no crees Doctor? —exclamó Donna mientras notaba el calor de las llamas cada
vez más cerca.
—¿De verdad importa eso ahora? —El Doctor la agarraba fuerte de la mano
mientras ambos corrían, intentando alejarse de la explosión.
—¡Creía que tenías un plan! —contestó ella.
—Bueno, algo así… quizás no un plan, más bien una sombra de plan, una
idea, la mitad de una buena idea… tu solo, ¡Corre!
—Y… ¿Dónde está Clara? —tanto El Doctor como Donna se dieron cuenta en
ese instante de la ausencia de su compañera de viaje.
Por encima de una colina, más allá del desierto, a salvo de la
destrucción, un resplandor azul irrumpió como un relámpago en el cielo
anaranjado de aquel planeta. Era una ráfaga indistinguible, tan veloz que a su
alrededor el viento levantaba polvaredas de arena roja. En una elipsis
imposible, aquel objetó se adentró en la nube de fuego y metralla y volvió a
salir, reapareciendo como un fénix brillante envuelto en humo. Entonces fue
cuando la distinguieron, la vieja máquina del tiempo surcando los vientos incandescentes
para rescatarlos, tan a tiempo como siempre sin eliminar la diversión de la
aventura.
—Vale… ¡Sujétate fuerte! —El Doctor agarró con todas sus fuerzas la mano
de su compañera mientras que alzaba el brazo que le quedaba libre en un gesto
que parecía querer agarrar la azulada cabina de policía.
—¿Esa es la TAR…?
A Donna no le dio tiempo de terminar la frase. Con un poderoso tirón se
elevaron hacia las alturas, El Doctor, fuertemente agarrado con una mano a la puerta
de la TARDIS, mientras con la otra no dejaba escapar a su pelirroja compañera. El
suelo se alejó, y la explosión se hizo cada vez más distante. En el lugar donde
hasta hacía unos segundos habían estado ellos, huyendo despavoridos, ahora solo
quedaban restos llameantes y metal retorcido, una maraña de chatarra que antes
surcaba el espacio profundo se agostaba en el desierto interminable de aquel
distante planeta.
—¡Por el amor de Dios, súbeme, súbeme! —Donna
abrazó las piernas de El Doctor tan fuerte como le fue posible.
—¡Donna! —gritó El Doctor tendiéndole la mano—, no mires hacia abajo.
—¿Qué? —replicó ella que solo escuchaba el estruendo bajo sus pies.
—¡Que no mires hacia abajo!
Y un impulso irremediable la hizo descender la mirada, casi como un
pensamiento intruso que derriba las puertas de la consciencia, y sintió pánico.
Las manos le flojearon y resbaló, abrazada a la pierna del viejo galifreyan,
sin acertar a coger la mano de su amigo.
—¡Doctor! —gritó— ¡Ahora sí que te mato!
En esos momentos la puerta de la cabina azul se abrió, descubriendo ese
peculiar flequillo y dejando caer una escalera de mano.
—Por el amor de dios, ¿aun estáis ahí colgados? ¿A qué esperáis? —Clara
esbozó una sonrisa picara y tendió la mano en gesto de ayuda.
Una vez los dos hubieron entrado en aquella cabina de policía más grande
por dentro, las puertas se cerraron dejando tras las inexpugnables murallas de
aquella antiquísima nave todo el estruendo de la destrucción.
—Bien hecho Clara, mi Chica Imposible —El Doctor le dio un beso en la
frente y se dirigió con un salto a la mesa de control—. Próximo destino… fuera
de aquí —sonrió y empujó la palanca de control hacia abajo.
Una fuerte sacudida hizo tambalearse toda la estructura, los controles
crujieron y una especie de chillido metálico atravesó la gran sala como el
lamento de un ser vivo a quien se le ha herido profundamente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Clara, aferrada fuertemente al pasamanos.
—No lo sé, pero que no cunda el pánico… bueno, tal vez un poco.
Una llamarada atravesó uno de los paneles del suelo y se elevó en el
aire como un tornado de gas y calor. Permaneció allí, ingrávido, una esfera
incandescente que se movía a toda velocidad como una luciérnaga extraviada
alrededor de toda la sale de control.
—¿Es eso normal? —Donna no salía de su asombro, aferrada a las rejillas
metálicas que formaban el suelo, tumbada boca abajo con la cabeza elevada sin
dejar de apartar la vista del espectáculo— Porque a mí no me parece normal.
—Bueno, viajamos a través del espacio y el tiempo en una cabina de
policía azul de los años sesenta, piénsalo, esto no es más inusual, ¿verdad?
Una mirada bastó para expresar la irritación que sentía en ese momento
su compañera. El Doctor se arrastró como pudo, agarrándose a todos los
salientes que tenía a su alcance para no salir despedido con el movimiento
errático de la nave, y echó un vistazo a la pantalla que se mantenía a duras
penas gracias al soporte.
—No, otra vez no, ahora no.
—¿Algo que quieras compartir con nosotras? —preguntó Clara.
—Algo nos está arrastrando hacia el futuro, muy, muy hacia el futuro.
—¿Cuánto exactamente? —preguntó Donna.
—Pues… —el Doctor se rascó la cabeza con una mano mientras con la otra
se aferraba a la consola de mando— hasta el fin del universo.
—¿Qué?
—Qué no cunda el pánico, todo está bajo control. La TARDIS sólo intenta deshacerse
de algo que debe haberse adherido en el exterior, ya me ha pasado antes, una
vez. En cuanto lo consiga volveremos a una época menos lúgubre y mortal.
El traqueteo de la TARDIS continuó durante unos segundos interminables.
Parecía como si la vieja nave de los Señores del Tiempo revotara en el interior
del vórtice temporal, trastabillando inestable por todo el espacio y el tiempo,
hasta que de repente se detuvo. La llamarada que había permanecido como una
nube incandescente, sobrevolando el interior de la sala de control como una
amenaza, se disolvió en una humareda blanca y Donna, Clara y el Doctor por fin
pudieron respirar tranquilos. Se miraron entre sí sin saber a qué atenerse por
ahora.
—¿Se ha acabado ya? —preguntó Clara que asomaba la cabeza por encima del
panel de control con su pelo todo enmarañado.
—Sí —respondió el Docto sin parecer demasiado seguro—, eso creo.
—¿Eso crees? —exclamó Donna— ¿Dónde estamos?
El Doctor miró la pantalla que parpadeaba y emitía una señal muy débil.
Las luces de la sala se atenuaron hasta casi extinguirse y la Campana del Claustro
emitió un sonido grave, amenazador, que retumbó a través de toda la nave como
un presagio de cosas terribles. Todos se quedaron muy quietos, atentos a no
sabían qué, conocedores de lo que significaba aquel martilleo que procedía
desde las entrañas de la TARDIS.
—Doctor, eso no suena bien, nada, nada bien.
—Algo está mal, terriblemente mal —acarició los mandos con suavidad,
intentando descifrar que estaba pasando con su compañera de viaje—. ¡Se está
quedando sin energía! Pero eso no es posible, incluso aquí, al final de todas
las cosas, debería existir suficiente energía del vórtice para que se
alimentara, ahora más que nuca, cuando los muros de la realidad se están
desmoronando.
—Pero tú ya habías viajado hasta tan lejos —dijo Clara—. ¿Cómo se
llamaban? La “raza del futuro”, tú me hablaste de ellos, y los Tocaflane, ellos
venian de aquí y ahora, ¿no es así?
—Es un momento convulso, Clara. Actualmente el tejido del espacio-tiempo
se está rasgando y estirándose y contrayéndose a la vez en todo el universo.
Dentro de poco ni la materia, ni la luz, ni la molécula más elemental existirán,
sólo el vació y la nada —miró a sus compañeras, preocupado—. Es una época
impredecible, todo lo que sé, las leyes de la física, la propia causalidad se
están destruyendo y reconstruyendo. No puedo decir que va a ocurrir porque ni
yo mismo lo sé.
—Creía que los señores del tiempo habían viajado por todo el universo y
a través de todo el tiempo —replicó Donna.
—Hay momentos que nos están prohibidos o que son demasiado peligrosos
para que alguien piense en viajar hasta allí. Este es uno de ellos.
El Doctor apartó la pantalla, que había dejado de funcionar, y se acercó
a la puerta lentamente, temeroso de lo que podía encontrar en el exterior. Posó
las manos sobre la madera blanca del interior y apoyó la frente contra ella. Un
mechón de su flequillo se descolgó de su repeinada cabellera y miró hacia atrás,
colocándose la pajarita.
—Gerónimo —dijo en lo que casi fue un susurró, y tiró de la puerta hacia
adentro.
Donna y Clara contuvieron el aliento mientras del exterior se colaba una
débil luz azulada. El sonido del viento y una tormenta lejana les sobresaltó. Fuera
les aguardaba un desierto de rocas afiladas y grava, y un cielo mortecino, casi
negro, iluminado por una estrella purpura. Aquel era un paisaje desolado y
extrañamente bello que se extendía hasta donde la vista alcanzaba, destacando
sobre los llanos pedregosos formaciones rocosas de piedra gris oscuro. El
Doctor extrajo de su bolsillo el Destornillador Sónico y escaneó el ambiente
exterior.
—Umm… —la luz parpadeó.
—¿Qué ocurre, Doctor? —preguntó Clara.
—Veinte por ciento de oxigeno, setenta y cinco por ciento de nitrógeno, cero
coma quince por ciento de dióxido de carbono…
—Parece normal, ¿no? —preguntó Donna—. Yo nunca fui buena estudiante,
pero se parece bastante a lo que podemos encontrar en la tierra.
—Exacto, es una composición perfectamente compatible con la vida…
demasiado perfecta, el dióxido de carbono un poco alto, pero… ¡eh! Estamos en
el fin del mundo—el Doctor miró hacia el cielo y dirigió su destornillador
hacia arriba—. Lo extraño es que no detecto ninguna maquina de terraformación,
ni atmosfera artificial, ni burbuja de sostén bioclimático, sólo este pequeño
rumor de fondo —se acercó el destornillador a la oreja, intentando averiguar
que se le escapaba— ¿Qué eres?
La Campana del Claustro continuaba golpeando desde lo más profundo de la
máquina del tiempo, revotando a través de una infinidad de pasillos y
pasadizos, y filtrándose al exterior, invadiendo la inmensidad de aquel
desolado planeta, perturbando la quietud, sólo rota por el sonido de las
ventiscas lejanas y las tormentas eléctricas.
—¿Qué hacemos Doctor? —preguntó Clara.
—¿Qué podemos hacer? —respondió él con otra pregunta, sonrió y dio un
paso hacia delante.
El suelo de aquel rincón del universo, que aun resistía al envite de la
nada, crujió bajo el peso de su cuerpo, como si nadie hubiera hollado aquellas
tierras desde hacía miles de años, y la suave brisa gélida le golpeó haciéndolo
estremecer.
—Brrrrr, hace frío —se frotó los brazos.
Cogieron cada uno un grueso chaquetón del vestidor de la TARDIS, apenas
iluminado por una linterna y las luces de emergencia, y complementos para
guardarse del helado entorno, y salieron al exterior. Fuera, un extraño olor
metálico inundaba la atmosfera de aquel lugar.
—¿Qué es ese olor… o sabor? No
sé, pero se pega al paladar —preguntó Donna e hizo gesto de asco.
—El universo se está descomponiendo, Donna, nada puede evitar eso. Lo
que saboreas, lo que hueles, son las moléculas de todo lo que te rodea
separándose, alejándose unas de otras, incluso las de tu propio cuerpo —su
pelirroja compañera dio un respingo y se palpó alarmada, intentando encontrar alguna
consecuencia indeseada—. Tranquila, es un proceso lento, muy, muy lento. Aun
quedan algunos miles de años para que todo desaparezca.
—No vuelvas a asustarme de esa forma, Chico del Espacio.
El Doctor rodeó la TARDIS en busca de aquello que se debía haber
adherido al exterior, pero no encontró nada, sólo las marcas que el fuego había
dejado en su huida, una huella de cenizas y polvo rojo.
—Buena chicha, muy buena chica —susurró mientras acariciaba el exterior
de la cabina—. Se ha librado de lo que quiera que tuviésemos pegado —se dirigió
a sus compañeras—. Ahora solo debemos dejarla descansar, que se recupere, se
pondrá bien, ha salido de peores situaciones que esta, ¿verdad chica sexy? —le
dio un par de palmaditas y balbuceó.
—Oh, venga ya, me vas a hacer vomitar —exclamó Donna.
Dejaron la TARDIS atrás y se dirigieron hacia la gran llanura pedregosa
que se extendía ante ellos. A la izquierda unas rocas afiladas y amenazadoras
comenzaban a sobresalir, cada vez más altas, a unos doscientos metros; a su
derecha un desierto gris que se perdía en el horizonte de aquel planeta
moribundo; y al frente, imponente como la fortaleza de un poderoso señor
medieval, una gran muralla de piedra, lisa como un cristal pulido, oscura y
amenazadora, se elevaba en mitad de la nada. Toda aquella zona debía haber sido
un pequeño sistema montañoso, pero con el paso del tiempo, con la erosión y los
cataclismos, se había derruido sobre sus propios cimientos conformando un
cementerio inerte y tétrico. No había huesos, ni indicios de vida humana, tan
sólo el quejido del viento entre los recovecos de lo que quedaba de montaña y
el suelo de grava.
—Doctor, tengo la sensación de que algo nos está observado —dijo Clara
encogiéndose de hombros.
El Doctor miró a su alrededor, el también sentía una presencia, no sabía
de qué o de quién, no conseguía percibirlo de manera precisa. Observó a través
del rabillo del ojo, pero no se trataba de un filtro de percepción ni de nada parecido,
simplemente, aquel que los estuviera observando, sabía cómo esconderse en un
espacio tan abierto como ese. Buscó el movimiento de la arena, surcos en la
roca y polvo en suspensión, cualquier cosa que delatara los movimientos de su
perseguidor, pero, por más que lo intentaba, no conseguía encontrarlo, ni
tampoco deshacerse de esa extraña sensación en su nuca.
—Tened los ojos bien abiertos —advirtió.
—No podría cerrarlos aunque quisiera —añadió Donna sin preocuparse en
ocultar lo asustada que estaba.
—¿Tú también lo sientes? —le preguntó Clara a su compañera.
—Igual que en un bar cuando te agachas a por una moneda y se te rompe la
falda dejando al descubierto tu ropa interior de abuela —respondió. El Doctor y
la “Chica Imposible” la miraron extrañados—. Si os hubiese pasado sabríais de qué
hablo.
Anduvieron durante un buen rato antes de alcanzar la pared de roca. Era
una superficie imponente de unos cuatrocientos metros de altura, lisa y
totalmente vertical, como si hubiese sido construida por manos expertas, pero
en su superficie no se vislumbraba ni una marca de cincel, ni una mueca
producida por herramienta alguna. El Doctor palpó la pulida superficie con la
palma de su mano y la lamió.
—Qué asco —exclamó Donna.
—No conozco este tipo de roca —la escaneó con el Destornillador Sónico—,
quizás sea una variación de la diorita o algo similar —golpeó la superficie con
los nudillos, como si llamara a una puerta invisible—. Es dura, muy resistente,
y el corte es extremadamente preciso, incluso el laser tendría dificultades en
realizar un corte tan limpio como este.
—Entonces no es una formación natural —puntualizó Clara.
—No, no lo creo, pero debe ser extremadamente antigua, muy, muy antigua.
Los habitantes de este planeta hace mucho tiempo que debieron desaparecer.
—Supongo que eso es lo que nos espera al final —reflexionó Donna—. Esto
te hace ver las cosas desde una perspectiva diferente. Todo se acaba y todo
muere. Qué pequeña me siento.
—Tú menos que nadie deberías sentirte pequeña, Donna Noble —«la mujer
más importante de toda la creación», pensó—. Además, nada acaba para siempre,
cuando este universo desaparezca otro nuevo lo sustituirá construyéndose a
partir de las cenizas que hemos dejado atrás —el Doctor continuó escaneando la
pared de piedra intentando encontrar una abertura o algún tipo de señal que le
descubriese un poco más de la historia de aquel extraño planeta—. Sólo somos
polvo de estrellas, Donna, y nunca dejaremos de serlo.
El sonido del viento se hacía más fuerte conforme avanzaban rodeando
aquella especie de fortaleza. Pero de fondo, casi como un susurro, pasando
desapercibido, un leve silbido, tan sutil que apenas era audible por las dos
compañeras humanas del Doctor, irrumpía en la psique del viejo galifreyan.
—¿Lo oís? —el Señor del Tiempo se detuvo en seco.
—¿El qué? —Donna lo miró como a un bicho raro.
—Ese ruido —estiró el cuello y ladeó la cabeza—. Es como un lamento… ¿no
lo escucháis?
—No oigo nada Doctor —respondió Clara.
—Es sólo el viento, no me digas que ahora te da miedo el viento.
—Ohhh, humanos —traqueteó con el Destornillador Sónico y lo dirigió al
cielo. El silbido se amplificó y retumbó en las paredes grises de aquella construcción,
reverberando y produciendo un eco terrorífico—. ¿Qué me decís ahora?
—¡Uuhhh! —el sonido de un quejido lejano les sobresaltó— ¡Aaarrrhhh!
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Donna.
—¿Es ese el ruido del que hablabas? —Clara se estremeció.
—No, es algo peor —agarró a su compañera del hombro y señaló hacia el horizonte.
A lo lejos, entre una nube de polvo y grava, una enorme criatura de
pelaje oscuro surgió impetuosa, gruñendo y retorciéndose, furiosa. Era una
bestia enorme, del tamaño de un coche, pero algo en su aspecto resultaba
familiar para el Doctor. Su rostro brillaba con el mortecino resplandor de
aquel sol purpura y su pelaje, color azabache, era como un manto de oscuridad
que le cubría casi por completo. Su forma de moverse era suntuosa, como la de
un gran felino, pero su descomunal tamaño, al correr, lo hacía parecerse más a
un oso.
—Doctor, ¿Qué eso? —Clara permanecía inmóvil, sin saber cómo reaccionar.
—Es un cybershade, una criatura mitad maquina mitad animal, pero nunca
había visto una de ese tamaño.
—¿No crees que deberíamos correr, Doctor? —advirtió Donna.
—Sí, mejor sí —empujo a sus compañeras en la dirección opuesta al
cyborg— Debemos encontrar una abertura, tiene que haber una entrada por algún
lado —corrieron siguiendo la pared de piedra, buscando una puerta que les
permitiese ponerse a salvo de aquella amenaza que cada vez se encontraba más y
más cerca—. Tiene que estar por alguna parte, vamos, vamos...
El Destornillador escaneaba cada resquicio de piedra de aquella
construcción emitiendo su característico zumbido mientras la criatura gruñía y
avanzaba a toda velocidad. Fue entonces cuando lo escucharon, un chasquido casi
imperceptible al que siguió un fuerte soplo de aire, procedente de la pared que
levantó una polvareda. Una entrada hasta ese momento invisible se abrió en la
superficie lisa.
—¡Corred, entrad aquí, rápido! —gritó el Doctor.
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