viernes, 17 de abril de 2020

Ascensión


Reanudó el ascenso, una subida empinada que lo separaba de dios sabe qué. La mayor parte del tiempo no pensaba demasiado en ello, recordaba toda una vida de escalada por aquella inclinada ladera, quizás una prueba, quizás una maldición. Hacía tiempo que había dejado de plantearse aquellas cuestiones tan dolorosas, lo único que importaba era avanzar, tan deprisa como pudiera, y la cima se iba haciendo más visible a cada paso.


A veces, cuando se paraba a descansar en la superficie lisa de algún saliente, se descubría escuchando las palabras que arrastraba el viento. No sabía de donde procedían ni que eran, pero su simple presencia le producía un bienestar extraño. Era como entrar en calor mientras te refrescas, como un mullido colchón de plumas en la hierba, una contradictoria sensación de alivio y pena que lo empujaba a sentirse vivo. En realidad no entendía su significado, ni siquiera conseguía distinguir si la voz era real o solo el sonido del viento, silbando entre los barrancos a su alrededor, pero una cosa estaba clara: para él lo era todo. Le acompañaba en todo momento en el transcurrir de su laborioso cometido y aunque la mayor parte del tiempo no se paraba a prestarle atención él sabía que estaba allí para arroparlo.

En aquel lugar no existía el día y la noche, no existían los cambios de estación, era la definición literal de la eternidad, una onírica existencia sin sueño, un mundo sin cielo y a la vez estelar, donde los astros no ocupaban una posición privilegiada sobre las montañas, ni sobre las cabezas. En aquel entorno acogedor y basto, extraño y complaciente a la vez, las estrellas compartían el mismo espacio, tan cerca y a la vez tan lejos, irradiando belleza y fuego, luz y penumbra. Él solo las observaba, distante, y aunque sabía que podía acariciarlas si esa era su voluntad, prefería solamente contemplarlas desde la distancia, desde la seguridad de su suelo firme. Un impulso primitivo lo impulsaba a permanecer en tierra. Sabía que era libre de ascender como le placiese, no había restricciones al respecto, pero él prefería el sudor en su frente y la áspera superficie rocosa bajo las palmas de sus manos.

En realidad ni siquiera era consciente de cómo podía saber todo aquello. Eran reglas o normas, disposiciones impuestas por aquella realidad que nadie le había comunicado. A decir verdad no tenía recuerdos de otras personas, ninguno como él, pero los sentía cerca, a su lado, a través de cuerpo y envolviéndolo. «¿Qué es este sitio? ¿Cómo he llegado aquí? Apenas parece que ha transcurrido un suspiro, pero mi memoria me dice que he debido vagar durante eones, siempre ascendiendo hacia una cima incierta» se repetía cada poco, aunque enseguida apartaba esos pensamientos de su consciencia, empujándolos hacia un oscuro rincón.

Y aun así, sin ningún conocimiento tácito sobre su destino, empujado por una especie de fe, por un extraño impulso, continuó ascendiendo a través de los empinados peñascos, ladera arriba, sin mirar abajo. Aquella era una superficie escarpada, sin rastro de vida más allá de su propia existencia. Las rocas, en ocasiones afiladas, constituían un ascenso tortuoso, difícil, lleno de trabas, en el que más de una vez perdió pie, derrumbándose sobre sus rodillas, resbalando metros y metros el camino andado. «Y no sangro. Me golpeo, me araño... y no sangro» aquellos torvos pensamientos regresaron «Pero, ¿por qué habría de sorprenderme? Nunca he sangrado...».

Se sentía confuso, distraído, airado ante la sensación de tener frente a sus ojos la respuesta y sin embargo no poder distinguirla entre la vaguedad de su percepción. Se sentó sobre la templada roca y meditó. Dejó a un lado la ascendente colina, se zambulló en su turbio mundo interior, entre la neblina gris que le impide la visión, y se dejó caer, una sensación nueva y asceta. Su cuerpo se esfumó, se olvidó del viento y sus palabras, de la roca y su tacto áspero, se difuminó por el universo de espacio y tiempo hasta que solo fue uno con él. Los recuerdos le invadieron, memorias de una existencia que nunca había vivido, pero que sin embargo le resultaba tan familiar. En lo que dura un parpadeo rió, lloró, amó y murió tantas veces como granos de arena hay en el desierto, y cada grano de arena se transformó en un nuevo universo, explotando e implosionando, creándose y destruyéndose de los restos del anterior. Su mente bullía de conocimiento, una sabiduría omnisciente y omnipresente, donde la línea del tiempo se desdibujaba hasta formar un solo conglomerado de eventos que ocurrían en el mismo instante y en momentos diferentes. Todas las posibilidades, todos los mundos probables, se fundieron y dieron paso a un solo ser.

El ente despertó. El mundo había cambiado, él había cambiado. Ahora su percepción abarcaba el ancho espectro de todo lo existente, atravesando la carne y la dura coraza de la mente. Era la culminación de infinitos instantes, la experiencia de todo lo que es, ha sido o será. Una entidad que todo lo abarca, desde la diminuta partícula primigenia hasta el agujero negro más masivo. Y entonces cayó en la cuenta, él era el tejido, la misma piel de todo lo que ha existido y de lo que queda por venir. La consciencia misma del universo, aislada en un solo plano, entre dimensiones enredadas y vibrantes, vislumbrando el infinito entorno en un mar de burbujas colisionando entre sí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario