martes, 4 de marzo de 2014

Lo irrelevante de lo absurdo


Fran bajó las escaleras, abrió la puerta y salió a la calle. Hacía frío, demasiado, así que se ajustó el abrigo de paño y se enfundó los guantes de cuero. En aquella avenida, que tantas veces había recorrido, nada parecía estar fuera de lo común. La gente transitando arriba y abajo, absorta en su propio mundo interior; los coches mal aparcados, a un lado y a otro, dificultando la circulación; el mal llamado tonto del pueblo, en una esquina, vendiendo cupones y mirando el culo de las chicas a las que veía pasar, esperaba el autobús de las y cuarto, en el que siempre invadía el espacio personal de la vecina. Un día normal, soleado y con un poco de viento frío, húmedo, típico del invierno murciano. 


Recorrió el estrecho margen que separaba su casa del aparcamiento, apenas doscientos metros de acera y asfalto, con paso ligero, pues el reloj anunciaba su tardanza. Tenía que esquivar el vaivén de la gente que paseaba, evitando chocar con nadie, ladeándose y pasando de puntillas para no tener que detenerse. “Perdona… disculpe…. ¿me permite?”, sentía aquella estúpida presión en el cogote, esa presión de quién tiene prisa por nada, de quien simplemente se deja llevar a merced del frenetismo de la vida que nos rodea. Volvió a mirar el reloj. Tarde, siempre iba tarde, y, como todas las mañanas, la prisa le empujaba hacia adelante. Así que, cuando vio el paso de cebra y el coche a punto de cruzarlo, tomando un cruce, no lo dudó dos veces y corrió. Ni siquiera estaba aun a la altura de las franjas blancas, pero invadió la calzada con todo el derecho que le insuflaba aquel salvoconducto en mitad del asfalto. El conductor de aquel vehículo no lo vio, Fran ya se imaginaba aquello, como si un derecho arbitrario lo convirtiera en inmortal, pero por suerte había distancia suficiente entre los dos.

Los insultos consiguientes fuero los típicos, el ánimo se caldeó por una tontería y luego solo quedaron los comunes nervios de una discusión, ¿sabéis, esa presión en la boca del estomago, esas incomodas cosquillas? Un roce absurdo por un comportamiento absurdo. Pero Fran tenía prisa.

Con el mando a distancia abrió el automóvil, se montó y arrancó el viejo SEAT Ibiza negro que en verano se convertía en un horno. Aquel viejo cacharro temblaba como un coche de juguete cuando pasaba de los cien, pero le tenía cierto cariño, un sentimiento de hermandad, quizás por tantos años de servicio. Costó unos segundos que el motor se calentara, pero después se puso en marcha, quejándose y atascándose como cada día. 

Fran miró por el espejo retrovisor, como era habitual, antes de incorporarse a la circulación. Apenas vio el veloz borrón oscuro, en una elipsis inesperada, que se cernió sobre la ventanilla del conductor explotando en una nube de cristales rotos que pasaron frente a su cara, cortándole y cegándole. Lo siguiente que sintió fue el tirón. Alguien lo agarró de la pechera y lo zarandeó, primero contra el volante, luego intentando sacarlo por la ventanilla descubierta. De nada servían los balbuceos pidiendo ayuda, no hubo reacción. Sintió la sangre en su boca, el sonido de los golpes y el desvanecerse en un mar de confusión.

La puerta se abrió y Fran calló sobre el asfalto, arrastrado por aquel tipo, que gritaba como un loco “¡Paso de cebra! ¿Eh? ¡Yo sí te voy a dibujar un paso de cebra en la cabeza!” Apenas pudo comprenderlo. Los golpes no le dejaban pensar y se sentía demasiado dolorido para reaccionar de alguna forma. 

Esos momentos se hicieron eternos, entre golpe y golpe, entre punzada y punzada, sentía el transcurrir de los segundos convertidos en horas. La vista se le empezó a aclarar, aunque los colores se vislumbraban a través de un filtro carmesí. En ese momento le vio la cara y puso rostro a quien hasta entonces solo había sido un borrón, un coche saliendo de un cruce, un cabrón que casi le atropella porque Fran tenía derecho. En ese momento pensó en la prisa que sentía, en esa sensación en el cogote, en la irrelevancia de la verdadera vida que dejaba atrás por retrasarse.

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